Juan A. Mackay (Fragmento de Prefacio a la Teología Cristiana)
Cristo no puede ser jamás conocido por hombres que quisieran ser sus patronos, sino sólo por aquellos que están dispuestos a hacerse sus siervos. Un gran letrado Judío hizo, no hace mucho, la declaración de que el judaísmo es una religión de ideas, en tanto que el cristianismo es la religión de una persona. Lo cual es exacto. En el centro del cristianismo se halla, no una simple idea, por luminosa o vasta que sea, sino una persona. En un sentido muy real, según se expresó en el famoso mensaje de la Conferencia de Jerusalén, 1928, “el cristianismo es Cristo”. Cuando algunos de sus compatriotas preguntaron al gran místico indio Sadhu Sundar Singh, qué había hallado en el cristianismo, que no hubiera podido hallar en las religiones de su India nativa, su respuesta fue: “Jesucristo”.
Otro letrado judío moderno reconoce que el secreto de la influencia de Jesús no está en Sus ideas, sino en Su personalidad. Pero ¿cómo llegamos, concretamente, a Aquel que es el centro de las Sagradas Escrituras y de la fe cristiana? El Jesús original no puede ser hallado mediante ningún estudio científico o examen crítico, pues tal estudio, reduciendo, como lo hace, los Evangelios y su Figura Central, a meros objetos de investigación, no produce resultados creadores. Ese sendero conduce a un sitio sin salida, en medio de las selvas del misterio. No podemos, por ningún medio concebible, llegar al Jesús puramente histórico, por la simple razón de que en el Nuevo Testamento no existe tal ser. Porque los Evangelios no son biografías en el sentido ordinario, sino una exposición de cuál es la fe de la Iglesia en cuanto a quién fue Jesús. Las fuentes documentales más primitivas a que la crítica puede reducir los Evangelios, llevan ya la marca de esa fe en un Cristo divino. Las primeras palabras del más antiguo de los Evangelios dan el tono que prevalece en el conjunto de los relatos: “El Evangelio de Jesús-Cristo, Hijo de Dios”.
Nicolás Berdiaeff ha dicho, con sumo acierto, que el punto de partida del cristianismo no es ni Dios ni el hombre, sino el Dios-Hombre. La vieja distinción entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe se ha hecho insostenible. En dos significativos pasajes, idénticos en su forma y contenido, se cristaliza la fe de los escritores sinópticos y de la Iglesia Cristiana Primitiva en Jesucristo. Al comienzo del ministerio de Jesús, después de haber sido bautizado en el río Jordán por aquel extraño hombre de los desiertos, Juan el Bautista, el Espíritu Santo descendió sobre Su cabeza, en forma de paloma, al mismo tiempo que se oía una voz decir: “Este es mi Hijo amado”. En una ocasión subsecuente, durante la misteriosa transfiguración de Jesús en una montaña, en presencia de sus tres discípulos más íntimos, sonaron nuevamente las mismas palabras. En la primera ocasión, nuestro señor se estaba preparando para la obra a que iba a consagrar su vida. En la segunda, se estaba preparando para su muerte. La voz que resonó sobre el río sagrado, fue para Juan, último representante de un orden que terminaba, es decir, del “antiguo pacto” y todo lo que éste significaba. Con ella, se informaba al bautista que el nuevo orden empezaba ahora. La voz que se dejó oír en el monte sagrado fue para los hombres que iba a convertirse en embajadores del nuevo orden. Era de suma importancia. que comprendieran claramente que la ley y los profetas, todo lo que Moisés y Elias significaban, se cumplía en aquel a quien ellos conocían y amaban, y que el propósito de Dios, es su continuo desarrollo al través de las edades, arrastraría consigo a la misma muerte.
Los visitantes celestiales que conversaban con Jesús en el monte de la transfiguración, hablaban, se nos dice de su próxima muerte. Esa conversación constituye una parábola del hecho de que la muerte de Cristo es central y vital en el cristianismo.