La misión cristiana en el siglo veintiuno ha venido a ser la responsabilidad compartida de una iglesia global. Me lleno de asombro cuando considero los hechos misioneros de nuestro tiempo, y empiezo con una doxología, una acción de gracias a Dios por el misterio y la gloria del evangelio. Jesús, el Hijo encarnado de Dios, es el centro del mensaje evangélico que como una potente semilla ha florecido en innumerables plantas diferentes. Podemos nombrar un tiempo y un lugar del planeta en los cuales Jesús vivió y enseñó. En otras palabras, podemos ubicarlo dentro de una cultura particular, en un momento determinado de la historia. ‘Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros’ (Juan 1.14).
Jesús vivió y enseñó en Palestina, durante el primer siglo de nuestra era. Luego de ello la historia de Jesús se ha ido trasladando de cultura en cultura, de nación en nación, de pueblo en pueblo, y algo extraño y paradójico ha sucedido. Aunque Jesús fue un artesano de Galilea, por todas partes hay quienes lo han recibido, amado y adorado, y pueblos diversos en cientos de culturas y lenguas han llegado a ver ‘la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo’ (2 Corintios 4.6). Más aun, en todos estos ámbitos diferentes hay personas y comunidades que han llegado a sentir lo que expresa esta frase: ‘Jesús es como uno de los nuestros’, y hay artistas que lo representan como a un paisano local, un hombre de su propia cultura. En este momento de la historia la iglesia global es una realidad mucho más cercana a esa revelación de futuro que tuvo el vidente del libro de Apocalipsis hacia el fin del primer siglo: ‘Una multitud tomada de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas; era tan grande que nadie podía contarla’ (Apocalipsis 7.9).
No puedo menos que confesar mi asombro cuando considero el hecho de que el evangelio sea ‘traducible,’ que se pueda traducir. Esto significa que el evangelio dignifica a toda cultura como vehículo válido y aceptable de la revelación de Dios. De la misma manera este hecho relativiza toda cultura, ya que no hay cultura o lengua ‘sagrada’ que se deba considerar como el único medio por el cual Dios puede darse a conocer. Ni siquiera el hebreo o arameo, lenguas que Jesús habló, resultan privilegiados, porque si se recuerda bien, los documentos originales del evangelio que poseemos son ya una traducción de esas lenguas al koiné, la forma popular del griego que era la lengua franca del primer siglo en el imperio romano.
Es evidente que el Dios que llamó a Abraham para formar una nación y que finalmente se reveló en Jesucristo tenía la intención de que su revelación alcanzase a todos los seres humanos. Jesús lo afirmó sin ambages en la Gran Comisión cuando dio instrucciones a sus apóstoles de hacer discípulos entre todas las naciones (Mateo 28.18). El apóstol Pablo lo expresó también en afirmaciones como ésta: ‘Esto es bueno y agradable a Dios nuestro Salvador, pues él quiere que todos sean salvos y lleguen a conocer la verdad’ (1 Timoteo 2.3-4). Durante veinte siglos en los cuales muchos imperios han surgido y luego han caído, el Espíritu Santo ha continuado impulsando a los cristianos a la obediencia misionera, de manera que hoy tenemos la realidad de una iglesia global.
En este libro voy a explorar la realidad de cómo la iglesia propaga la fe cristiana. El corazón de la misión es el impulso a compartir las buenas nuevas con todo ser humano, a cruzar todo tipo de barreras con el evangelio. Como comunidad de creyentes en Jesucristo, la iglesia cumple una variedad de funciones. Como comunidad diferente en el mundo, su propia existencia es un testimonio viviente de la acción divina. Es una compañía de creyentes que tienen comunión unos con otros, y una experiencia de mutua pertenencia. Estos creyentes expresan gozosamente su gratitud a Dios en el culto o la alabanza; ofrecen sus acciones de servicio a las necesidades humanas tanto fuera como dentro de la iglesia; y hacen escuchar una voz profética al denunciar el mal cuando proclaman el reino de Dios. Todas estas actividades son parte de la respuesta a preguntas tales como: ‘¿Cuál es la misión de la iglesia en el mundo?’, o ‘¿Para qué existe la iglesia?’ Compartir las buenas nuevas, ir hacia el otro’ con el mensaje de Jesucristo, invitar a otros al gran banquete de Jesús: esto es lo que da sentido y dirección a todas las otras funciones. Así uno puede decir que la iglesia existe para la misión y que una iglesia que se limita a mirar hacia adentro no es verdaderamente la iglesia.
Tomado del libro: Cómo comprender la misión: de todos los pueblos a todos los pueblos. 1ra ed. Certeza Unida. Samuel Escobar.