lunes, 26 de agosto de 2013

EL DESAFÍO DE VIVIR COMO RESUCITADOS

Elsa Támez

INTRODUCCIÓN

“Nos han amenazado de resurrección”, escribió en un poema la poetisa guatemalteca Julia Esquivel describiendo, durante la represión militar centroamericana, la fuerza de un pueblo que no quiso seguir siendo objeto del pecado de opresión. “Ser amenazado de resurrección” significa que los amenazados son un pueblo que vive como resucitado y que lucha por la resurrección plena de todos y todas. Quien amenaza no desea la resurrección, es decir, el paso de la muerte a la vida.

“Vivir como resucitados” o “ser amenazados de resurrección” son metáforas teológicas que describen dimensiones de la existencia humana difíciles de comprender, ya que abarcan dimensiones escatológicas y utópicas y, a la vez, dimensiones presentes en la historia. “Vivir como resucitados” alude a la vida concreta aquí en la tierra y a una manera inusitada de vivir que se sale de la realidad histórica y terrenal; resucitados apunta a una experiencia de transformación plena, a la travesía de un estado de muerte a un estado de vida en plenitud. “Vivir” alude a los tiempos presentes, históricos, y “resucitados” a los llamados “últimos tiempos”, es decir, a lo escatológico y ahistórico. La frase no tendría sentido si no fuera por el “como” porque no se puede vivir dentro y a la vez fuera de la historia. La preposición “como” hace posible vivir en lo contingente la plenitud de la promesa de una vida resucitada. Se vive aquí en la historia como si se hubiera resucitado. En teología se dice que vivimos en “el ya y el todavía no”.

Para los cristianos es posible, gracias al Espíritu Santo, el cual es el Espíritu de Dios y de Cristo, vivir en el “ya” y el “todavía no”. “Vivir como resucitados” significa vivir de acuerdo con el Espíritu. Esto se refiere a la espiritualidad de los creyentes. Vivir como resucitados en América Latina y en el Caribe expresa una espiritualidad liberada y liberadora.

Hoy en día, vivir como resucitados es un desafío difícil de asumir. Pero únicamente podemos mostrar nuestra identidad de cristianos por medio de actitudes y acciones orientadas por el Espíritu, es decir, por medio de la espiritualidad.

El desafío del Espíritu es difícil de asumir, pues la sociedad globalizada se manifiesta confusa e incierta: crecen la pobreza, el desempleo, la violencia, la delincuencia. Pero, al mismo tiempo, la sociedad, a través del mercado y los medios de comunicación, se manifiesta atractiva y prometedora y, aunque exigente en sus demandas de eficacia, sus ofertas de satisfacción de todos los deseos son innumerables. Lo que es peor: la desilusión y el desencanto por la organización y la solidaridad y la lucha contra la pobreza y la explotación han disminuido en gran manera.

La llamada al “cambio de paradigma” agravó la situación económica, política y social. En muchos sectores engendró paralización, en lugar de un nuevo dinamismo para buscar nuevas salidas hacia una calidad de vida mejor. Hoy la poetisa Julia Esquivel no podría repetir el título. No existen muchas propuestas peligrosas de resurrección que merezcan amenazas: los cristianos no estamos “viviendo como resucitados”, sino como acomodados al “no”, lejos del “ya” y del “todavía”. Como la sociedad actual no ofrece espacios de gratuidad por la exigencia de la eficacia y de la competencia, otras espiritualidades suenan para muchos más atractivas, aunque con frecuencia sean más alienantes que liberadoras, al ayudar a vivir bien en el ahora y a aminorar las frustraciones cotidianas. Son espiritualidades individualistas, pobres, ajenas a la vida del Espíritu.

El desafío de vivir como resucitados es un reto a personas y comunidades para que caminen conforme al Espíritu y vivan una espiritualidad liberadora. Se trata de una llamada urgente a una sociedad asfixiante, con la gente y las comunidades cansadas y con poca esperanza, y en una iglesia excesivamente institucionalizada que presta poca atención al Espíritu. Necesitamos una renovación en el Mesías Jesús, y el gestor de ese renacimiento es el Espíritu de Dios. Deseo reflexionar sobre una espiritualidad liberadora a partir de la obra del Espíritu en Rm 6 y 8. El Espíritu es quien nos hace vivir como resucitados en nuestra realidad actual.

LA ACCION LIBERADORA DEL ESPÍRITU EN EL PASO A LA RESURRECCIÓN

Pablo reitera con distintas palabras la afirmación de que en Cristo hemos pasado de la muerte a la vida (cf. Rm 6.2; 6.5; 6.8). En 6.2 parte del hecho del bautismo para afirmar que, si fuimos sepultados con Cristo en su muerte, al igual que él resucitó de entre los muertos, también nosotros vivamos una nueva vida. Vuelve a repetir lo mismo en 6.5. Y en 6.8 escribe: “si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él”. Pablo enfatiza esto en un contexto de exhortación a no “permanecer en el pecado”. En la carta a los Romanos, pecado significa un orden social y cultural invertido en donde la verdad tanto en lo comunitario como en lo individual- es aprisionada por la injusticia (1.18). Este invertido orden de valores, que condenó a Jesús a la cruz, puede penetrar no sólo las estructuras económicas, sino también las relaciones sociales. Abarca lo comunitario y lo personal.

Pasar de la muerte a la vida es una figura teológica que Pablo utiliza para expresar un cambio radical en la existencia humana: de un tipo de vida con características de muerte a otro tipo de vida antagónico, con características de resurrección. Se opta por abandonar aquella existencia y se acoge un nuevo modo de vivir. En otras partes de la Biblia se habla de con- versión (metanoia).

Morir al pecado significa no permanecer en él, ni ser cómplice, ni dejarse someter por las estructuras pecaminosas. Pablo ofrece como razón teológica la crucifixión de todo lo malo de la humanidad en la crucifixión de Jesús. En el pensamiento de Pablo, cuando Jesús fue crucificado, también la “criatura vieja” del ser humano fue crucificada (Rm 6.6), muriendo allí los deseos que originaban prácticas injustas capaces de crear las estructuras de pecado. Para Pablo, al morir al pecado se deja de ser esclavo de él. Una vez resucitados, la muerte deja de tener dominio sobre éstos.

Pablo contrapone el señorío del pecado y el de Dios. El primero produce muerte y hay que abandonarlo muriendo a él. El señorío de Dios produce vida. Morir al pecado significa escapar de él y de sus efectos mortíferos, pero no significa automáticamente resucitar a una nueva vida, para lo cual es necesario tener la opción de resucitar y de vivir como resucitados. Se necesita acoger la novedad del don de la resurrección dado por Dios mediante su Espíritu. La vida resucitada es un don de Dios y esa novedad de vida se experimenta para Dios (Rm 6.10-13). De ahí la exhortación de Pablo a ofrecerse a Dios como muertos retornados a la vida (cf. Rm 6.13).

Según Pablo, esta acción liberadora de la muerte a la vida es causada por el Espíritu y se vive en El. Se trata del Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos y el que da la vida a nuestros cuerpos mortales (Rm 8.11). Se trata del Espíritu que habita en los resucitados.

En Rm 8.1-4, Pablo recuenta, de una forma muy teológica y densa, casi incomprensible, el acto liberador del Espíritu y la libertad de toda condenación para quienes viven de acuerdo con la nueva vida.

Proponemos esta paráfrasis más actualizada y más comprensible de las afirmaciones paulinas: No hay nada que condena a quienes viven como Jesús el Mesías. Porque el Espíritu de Dios que ha dado esa nueva vida, impregnada del horizonte del Mesías Jesús, te liberó de los mecanismos del sistema pecaminoso que produce la muerte. La liberación ocurrió gracias a la acción de Dios y no de la ley. La ley no fue capaz de controlar, contrarrestar ni combatir los efectos injustos y antihumanos que produce el sistema pecaminoso. Al contrario, la ley se volvió impotente frente al sistema pecaminoso y sus mecanismos por dos razones relacionadas con la condición humana y su complicidad con el sistema: primera, los deseos avaros de engrandecimiento y enriquecimiento, que generan las prácticas injustas y engendraron el sistema pecaminoso. Y, segundo, la propia fragilidad humana, presa fácil del sistema pecaminoso. Ambas razones hacen de la ley un instrumento manipulable. De modo que, por causa de la impotencia de la ley y de su fácil manipulación, Dios, por medio de la figura del Hijo, tuvo que manifestarse en la historia, asumiendo la condición humana sometida a los mecanismos del sistema pecaminoso. Y así, para apartarnos de esa situación de pecado, condenó al sistema a asumir en la propia humanidad del Hijo lo que la humanidad entera padecía a causa del sistema pecaminoso. Y todo eso lo hizo Dios para que la justicia verdadera se cumpliese en medio de nuestra realidad, ahora que vivimos y actuamos de acuerdo con los deseos del Espíritu y no de acuerdo con los deseos egoístas de engrandecimiento y enriquecimiento

Pablo incluye aquí un elemento nuevo llamado ley. Pablo la opone a menudo al espíritu. La ley es letra muerta en comparación al Espíritu o a una forma de ley inscrita en los corazones. La ley  –no inscrita en los corazones- es un código con normas cuya finalidad es hacer que la justicia se cumpla. Y eso es bueno. Pero, en un sistema pecaminoso, la ley es instrumentalizada a favor del sistema y pierde su función original de hacer cumplir la justicia. Para Pablo, no se puede depositar la confianza ni en la ley ni en todo lo que tenga que ver con ella (tradiciones, instituciones, por ejemplo), sino sólo en Dios, quien por medio de su Espíritu, ilumina el camino del proceder interhumano. El paso de la muerte a la vida no es obra de la ley, sino del Espíritu. Por la acción liberadora del Espíritu, se cumple la verdadera justicia de la ley, a través de quienes viven como resucitados (Rm 8.4).

El recuerdo de esta acción liberadora del Espíritu es una figura teológica importantísima para los cristianos de hoy, pues nos anima a sentirnos fortalecidos en medio de realidades desoladoras. La conciencia de caminar como resucitados puede hacernos amar la vida, disfrutar de ella, defenderla y luchar por ella.

DIOS SE HACE PRESENTE EN LA HISTORIA
A TRAVÉS DE QUIENES VIVEN COMO RESUCITADOS

Quienes viven como resucitados -liberados por el Espíritu y caminando conforme a sus anhelos, o sea conforme a la justicia, amor, paz y alegría- manifiestan una espiritualidad de liberación, ya que el Espíritu de Dios creador y de Cristo salvador habita en ellos y ellas. Pablo habla indistintamente de Espíritu de Dios y Espíritu de Cristo (Rm 8.9). Se trata del Espíritu Santo prometido desde siempre (Ga 3.13) y derramado en nuestros corazones (Rm 5.5); el Espíritu del Mesías Jesús, el rostro humano de Dios, que nos dejó al partir de esta tierra. De modo que la presencia histórica y concreta de Dios y del Mesías Jesús, sólo la percibimos hoy a través de su Espíritu. “Dios con nosotros” es hoy el Espíritu Santo. No hay otra forma histórica de Dios presente en nuestra realidad. El kerygma declara que Jesús el Mesías murió, resucitó, se apareció a algunos discípulos y discípulas y partió, dejándonos su Espíritu.

El Espíritu, que no actúa sin cuerpos, tiene una morada: la comunidad de creyentes que vi- ven como resucitados y con sus cuerpos mortales vivificados (Rm 8.11). La morada del Espíritu es el Templo, no el edificio, sino las comunidades de creyentes que asumen el desafío de vivir como resucitados. Pablo dirá que son los cuerpos del Mesías resucitado (1Cor 12). Un cuerpo solidario en comunión con hermanos y hermanas, luchador por la defensa de la vida de los más pobres y amenazados, que respeta la diversidad gracias al Espíritu.

El Espíritu mora no sólo en la comunidad, sino también en las personas, en cada uno de sus cuerpos. El cuerpo es el templo del Espíritu Santo (1Cor 6.9). Esta afirmación implica una triple invitación: invitación a cuidar del propio cuerpo, invitación a ver al otro con respeto y mirada tierna puesto que es un ser habitado por Dios. El hecho de que el ser humano sea un templo del Espíritu crea una barrera para quienes quieran matar, violar o destruirlo, pues al hacerlo se ataca a Dios. Y la tercera invitación, la más importante, es que al Espíritu le nacen nuestras piernas y brazos, ojos y boca, para hacer visible su presencia liberadora a través de los cuerpos de quienes viven como resucitados.

Según Pablo, en el paso de la muerte a la vida ha habido una transformación más profunda. Al morir y resucitar con el Mesías Jesús, Dios nos concedió el Espíritu y, al dejarnos guiar por el Espíritu, se recupera la imagen divina en nosotros, pasando a formar parte de la divinidad. El Espíritu de Dios y el espíritu humano entran en sintonía para clamar que somos hijos e hijas de Dios y para mostrarlo con nuestras actitudes y actos como si fueran de Dios (cf. Rm 8.15-16).

Dios se acerca a su creación y se hace presente mediante el Espíritu. El Espíritu es la presencia histórica de Dios manifestada a través de quienes asumen el don de la vida y la viven como resucitados. Y si Dios se acerca a su creación mediante el Espíritu, humanizándose, la creación se acerca a Dios mediante el Espíritu, divinizándose. El Espíritu de Dios nos une en parentesco con El. Afirma Pablo que se muere al pecado para vivir para Dios (Rm 6.10-11). Vivir para Dios significa ofrecerse a El como muertos retornados a la vida, y con cuerpos cuyos miembros son instrumentos de justicia aquí, en la tierra, al servicio de Dios (Rm 6.13).

VIVIENDO COMO RESUCITADOS: EL DESAFÍO

Se dice que las personas que han tenido una experiencia límite de la muerte (por enfermedad, accidente o por haber superado una muerte segura) experimentan un cambio radical en sus vidas. Su actitud ante la vida es totalmente diferente. La ven con ojos nuevos: advierten muchos detalles que antes no habían percibido, viven intensamente, aman con más pasión, prestan atención a muchas cosas que les pasaban desapercibidas. Tienen distintos comportamientos con los demás: hay en estas personas más ternura, son más sensibles al dolor y a la injusticia. Al apreciar el regalo de la vida, viven como si hubiesen resucitado. Creen que, amando más la vida, se alejarán más de la muerte y resistirán las hostilidades del mundo presente. Y, sin embargo, siguen viviendo en la misma casa, comunidad, barrio y país.

No todos experimenta lo mismo. Algunos, sobre todo sobrevivientes de accidentes colectivos, no soportan el no haber muerto con sus compañeros y se sienten permanentemente culpables. Rechazan el regalo de una nueva vida. Pero son los menos. La mayoría opta por instinto por vivir de manera más apasionada, mejor y corrigiendo errores del pasado.

Para quienes han acogido la fe del Mesías Jesús, vivir como resucitados hoy día es un desafío: la realidad del “todavía no” de la resurrección plena (o de la llegada del Reino) es a veces tan miserable que cuesta soñar en la felicidad para todos y todas. Da miedo dejarse llevar por la promesa de la nueva creación, esto es, la promesa de que los cielos nuevos y la tierra nueva, donde no habrá ni lágrimas ni dolor, llegarán alguna vez. Vivir como resucitados en medio de la muerte (engaño, opresión, desempleo, violencia, desesperanza) puede ser un pedir demasiado en la actualidad.

Para los discriminados, en América Latina y en el Caribe, la calidad del “ya” hemos resucitado es insignificante frente al “todavía no” del final de los tiempos, por lo cual la afirmación bíblica de que con la llegada del Mesías Jesús llegó el Reino de Dios en fe y esperanza no nos entusiasma y buscamos una espiritualidad, no liberada ni liberadora, sino de temor, encerrada en sí misma y en búsqueda constante de experiencias individualistas que sólo satisfacen frustraciones personales. La vida se vive como una carga, no como un regalo de Dios para disfrutar, compartir y defender. Si asumiéramos la afirmación paulina de que hemos pasado de la muerte a la vida, y acogiéramos la vida como regalo de Dios, ofrecida por su Espíritu, y si viviéramos con la certeza de que el Espíritu de Dios habita en nuestro ser y en nuestras comunidades, la espiritualidad practicada por las comunidades y sus miembros daría testimonio de rostros resplandecientes y de comunidades que caminan con paso seguro, como resucitadas. Esto no es imposible. La experiencia nos muestra que todo lo bueno que acontece brilla como magnífico anticipo de resurrección.

¿Cómo se vive como resucitados?  En primer lugar, viviendo en libertad, como personas libres y como comunidades libres. Donde está el Espíritu de Dios, hay libertad (2 Co 3.17). Ya que se vive bajo la gracia de Dios y orientados por el Espíritu, comunidades y personas se sienten libres de toda ley e institución que quiera imponerse contra el bien común. La letra inscrita en los corazones, es decir, el Espíritu permite discernir cuándo la letra de las leyes es muerta y mata. El Espíritu ha liberado del pecado y de la muerte: no se es esclavo del pecado cuando se pasa de la muerte a la vida (6.6), ni se ha recibido un espíritu de es- clavos para recaer en el temor, sino un Espíritu de hijos e hijas libres (Rm 8.15). El pecado que se manifiesta por medios del sistema injusto, no tiene más señorío sobre los que queremos vivir el desafío de vivir como personas y comunidades resucitadas.

En segundo lugar, los que viven como resucitados acogen y muestran con hechos claros y concretos el Espíritu de Dios que habita en sus corazones. Son agentes de Dios solidarios con los más necesitados. Su vida transformada hace de sus miembros instrumentos de la justicia para enfrentar la realidad miserable. En palabras de Pablo, la vocación de estos “como resucitados” es “reproducir la imagen de Cristo, el hijo primogénito de muchos” (Rm 8, 29). Son los Cristos multiplicados al ser habitados por el Espíritu de Dios.

Estos agentes de Dios se orientan por las tendencias del Espíritu, que son vida y paz. Se orientan por lo espiritual, y no por lo carnal, que destruye y daña a las personas y comunidades y conduce a la muerte (8,5-9). Los frutos del Espíritu evidencian claramente la espiritualidad liberadora de quien camina como resucitado. Los frutos del Espíritu son todo lo bello y bueno que dignifican las personas y comunidades. Son producto de la praxis de los agentes de Dios. Praxis no opcional, sino manifestación del Espíritu a través de sus hijos e hijas en la historia presente.

La creación espera la revelación de estos hijos e hijas de Dios para que la liberen. Quienes viven como resucitados saben que “la creación gime dolores de parto”. El espíritu de los hijos e hijas gime en solidaridad con ella y en medio de la flaqueza viene el Espíritu Santo en solidaridad, intercediendo con gemidos inefables (8.8-27). Los gemidos de la Creación, de los hijos y del Espíritu reflejan una espiritualidad solidaria y urgente de una praxis en el ahora, basada en la esperanza (8.24-25).

En tercer lugar, quienes caminan como resucitados sienten que tienen poder. El poder del Espíritu Santo les transforma en personas y comunidades seguras y serenas frente a la sociedad hostil, principalmente frente a los poderosos y avaros sin escrúpulos para imponerse en medio de los débiles. Las personas consideradas como insignificantes por una sociedad que excluye, discrimina y aplasta son “empoderadas” por el Espíritu Santo y dignificadas al rango de hijas de Dios. El Espíritu les hace sentir su fuerza y dinamismo para desenmascarar sin miedo la mentira que envuelve el sistema pecaminoso.

En cuarto lugar, quienes, personas o comunidades, caminan como resucitados son capaces de sentirse libres y con poder porque se sienten acompañados por Dios. El Espíritu de Dios ha hecho alianza con su espíritu para dar testimonio de la relación familiar entre Dios y sus criaturas. Este acompañamiento permite el continuo aprender diario bajo la sabiduría de Dios y el no sentirse solo y abandonado en momentos difíciles, cuando hay que discernir o cuando se necesita del consuelo de Dios o de una sacudida. El diálogo permanente con Dios en quienes caminan como resucitados ayuda a sentirse acompañados por algo más que los hermanos y hermanas de la comunidad: Sentir la trascendencia en el corazón hace ver las cosas chicas y grandes con mesura y sin desesperación.

En quinto lugar, quienes intentan vivir el futuro en el ahora son inundados de un sentimiento alegre frente al don de la vida. Esta alegría no es ni cínica ni artificial. En medio de los fracasos pueden proyectarse a lo que será. Su actitud es semejante a los sobrevivientes. Aman la vida y dan gracias a Dios por ella. Disfrutan de la gratuidad, y valoran la gracia, la misericordia y el perdón. Esto parece incomprensible para la racionalidad, pero es ve r- dad en la práctica cotidiana. La alegría de los resucitados se entiende mejor cuando se ubica junto con las demás características de esta manera de vivir “el ya” en el “todavía no”. Se trata del “gloriarnos hasta en las tribulaciones” de Rm 5. 5.

En sexto lugar, quienes viven como resucitados están llenos de esperanza, que es la que, de hecho, sustenta su espiritualidad. Para Pablo, los sufrimientos del hoy son muchos, aunque inigualables a la que se espera al final de los tiempos (cf. Rm 8.18). Esta fe en la promesa de la liberación total escatológica de la creación y de la humanidad hace posible resistir el presente (cf. Rm 8.24-25)

En último lugar, quienes viven como resucitados son quienes se sienten amados por Dios: sin una certeza del amor de Dios no puede haber una esperanza sólida frente a los sufrimientos del mundo

Sentirse verdaderamente amados por Dios es la clave para poder acoger el desafío de vivir en el mundo de ahora como resucitados. Frente a la gracia no hay condenación para quienes viven en el Espíritu del Mesías Jesús. Dios no condena: ama. Y su amor es tan grande que nada podrá separarnos de él. Para Pablo, el amor de Dios por sus hijos e hijas es tan fuerte que ni la espada ni la opresión, ni el hambre ni la desnudez , ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni lo alto ni lo profundo, es decir, absolutamente nada, puede separarnos del amor de Dios. Este amor es el fundamento que sostiene una espiritualidad liberada y liberadora de quienes se atreven a vivir hoy como resucitados en América Latina y en el Caribe.

El desafío de vivir como resucitados. Reflexión sobre romanos 6 y 8,
Revista Pasos, nº 102 (2002)
pág. 5-10

viernes, 23 de agosto de 2013

LA DOCTRINA DEL ESPÍRITU SANTO


Pablo Deiros*



En los últimos tiempos se ha observado un renovado énfasis en la doctrina del Espíritu Santo. El surgimiento del movimiento pentecostal a comienzos de este siglo y su rápida difusión por todo el mundo, particularmente en América Latina, ha sido y es expresión de este énfasis doctrinal.
Más recientemente —en los últimos veinte años—, el movimiento carismático, tanto católico como protestante, nos ha llamado la atención sobre la misma cuestión.  De una u otra manera la doctrina del Espíritu Santo se ha transformado en tema de interés, polémica, curiosidad o de un auténtico redescubrimiento de verdades bíblicas olvidadas o quizás no tomadas suficientemente en cuenta.
No se trata de una nueva formulación de una vieja doctrina, o de la invención de un novedoso artículo teológico para el hombre moderno.  La doctrina del Espíritu Santo nace —como toda doctrina cristiana— de la experiencia cristiana.  Es el resultado de una fe vivida y experimentada en conformidad con el testimonio de las Sagradas Escrituras.  En este sentido, la doctrina del Espíritu Santo no es un nuevo producto especulativo elaborado en el gabinete de algún teólogo ni la simple formulación racional del acuerdo o el consenso de un órgano institucional.  Esta doctrina —como otras doctrinas cristianas-nace como resultado propio de la experiencia de relación que el creyente mantiene con Dios, quien ha querido manifestarse a sí mismo a los hombres—. Tal experiencia resulta de la fe, que es la apropiación confiada de la acción redentora de Dios y sus consecuencias, y que a su vez es la respuesta consciente y voluntaria al mensaje de las Escrituras, que son el registro autoritativo de la acción divina.  Como señala el pasaje en Romanos 10.17 “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios”.

En este juego de experiencias y de verdades que emanan de las Escrituras se conjuga y plasma lo que llamamos la doctrina del Espíritu Santo.  Así, pues, la doctrina del Espíritu Santo resulta de la propia vivencia del Espíritu en virtud de la fe y del testimonio que sobre El dan las Escrituras,
Lamentablemente —y lo digo con sinceridad—, esta noche no tenemos el tiempo suficiente para considerar todo lo que la Biblia dice acerca del Espíritu Santo, ni siquiera repasar cuál ha sido la fe de la iglesia en estos dos mil años de historia cristiana, es decir, de qué manera la iglesia explícito teológicamente su experiencia del Espíritu Santo.  Tampoco es mi propósito hacerlo.  Inevitablemente, muchas preguntas quedarán sin respuesta y algunas respuestas que ofrezca despertarán nuevas preguntas que no podré responder.  Pero permítanme formular al menos tres interrogantes que pueden ayudarnos a comprender mejor esto que llamamos la doctrina del Espíritu Santo.
¿Quién es el Espíritu Santo?
La pregunta más simple, más obvia y más lógica que podemos formular esta noche es “¿Quién es el Espíritu Santo?”  Estamos hablando acerca de El, hemos cantado sobre El, lo confesamos en el Credo Apostólico y leemos de El en las Sagradas Escrituras, pero en definitiva, ¿quién es el Espíritu Santo?  Por supuesto, la respuesta mecánica, la respuesta teológica automática es decir que el Espíritu Santo es la tercera Persona de la Trinidad. No sé si todos entendemos cabalmente qué significa esto de la tercera Persona de la Trinidad.  Pero permítanme tratar de responder con las Escrituras a esta pregunta haciendo dos o tres afirmaciones que no son exhaustivas, pero que de alguna manera nos introducen a una respuesta a esta cuestión.
En primer lugar, lo más obvio es decir que el Espíritu Santo   es Dios.     Con esto estamos haciendo una afirmación muy fuerte, pero también muy necesaria, porque emana de la experiencia cristiana y de las Escrituras cristianas.  Cuando confesamos con la Iglesia de Jesucristo que el Espíritu Santo es Dios, estamos diciendo una verdad que tenemos que tener muy en cuenta y que tiene implicaciones muy serias.  La primera implicación resulta de la misma expresión de esta verdad y es que el Espíritu Santo es divino.  En otras palabras, y para no entrar en demasiadas complejidades teológicas, esto significa que el Espíritu Santo participa de la esencia de la naturaleza divina.  El no es ni más ni menos que Dios.
 En segundo lugar, el El Espíritu Santo es Dios en acción.   Cuando vamos a las páginas de las Sagradas Escrituras descubrimos al Espíritu Santo con esta característica.  El se nos manifiesta desde el Antiguo Testamento y muy particularmente en el Nuevo Testamento como Dios en acción.
Vayamos rápidamente a las Escrituras para considerar primero algunos pasajes en el Antiguo Testamento. Si bien la doctrina del Espíritu Santo no está acabada o suficientemente desarrollada en el Antiguo Testamento, podemos percibir allí algunos indicios de este Dios en Acción.  Esto es evidente al menos en cuatro actos o circunstancias muy particulares del Antiguo Testamento.  Por un lado, vemos al Espíritu activo en el acto de la creación.  Génesis 1.2 dice que “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”.  En el acto generador de toda la realidad del cosmos, de todo lo que conocemos como realidad, allí estaba el Espíritu.  Es interesante la expresión en el lenguaje hebreo original. El verbo aquí da la idea de que el Espíritu estaba “empollando” la creación, así como la gallina empolla sus huevos abriendo sus alas y cubriéndolos.  Esa es la imagen que viene del verbo hebreo.  La idea es que el Espíritu estaba incubando la realidad y moviéndose así en el acto creador.  Esto es propio del Espíritu.  El es Dios, pero Dios en acción.  Dios en acción incubadora y generadora; Dios en acción gestando embrionariamente toda la realidad que es y que será.
En segundo lugar, en el Antiguo Testamento encontramos al Espíritu activo en la formación de un pueblo a través del cual el Señor desarrollaría su proyecto histórico de liberación y redención del pecado para los hombres.  Es interesante que Esdras haciendo un resumen de la historia del Pueblo escogido y tratando de provocar al pueblo a la adoración, entre otras cosas que el rememora de la historia del pueblo escogido dice, alabando al Señor: “Y enviaste tu buen Espíritu para enseñarles, y no retiraste tu maná de su boca, y agua les diste para su sed” (Nehemías 9.2-0).  El Dios que sacó al pueblo de Egipto, que constituyó la nación de Israel, que hizo que esa nación sobreviviera las vicisitudes de las circunstancias históricas es el Dios que estuvo presente con su Espíritu.  El Espíritu Santo fue quien mantuvo a ese pueblo y le dio coherencia, y fue el factor germinal que constituyó dinámicamente el pueblo de Dios y le confió su misión redentora.
Conocemos muy bien la historia del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, su fracaso en cumplir con este proyecto liberador y en obedecer al Señor.  Pero una vez más aparece Dios el Espíritu Santo trabajando en el pueblo de Israel y mostrándose activo en la conducción de la nación.  ¿Recuerdan ustedes cómo el Espíritu trabajó con los jueces?  Hombres y mujeres escogidos por Dios, sobre quienes reposó el Espíritu de Jehová. El les dio fuerza física, sabiduría, capacidad, discernimiento, inteligencia para conducir en tan oscuras horas al pueblo del Señor en este capítulo de su historia.  Y más tarde cuando entramos al período de los profetas de una manera extraordinaria se ve en ellos la obra activa y dinámica de Dios Espíritu Santo dándoles palabra divina, consejo del Señor y sabiduría para amonestar al pueblo con la voz de  juicio del Señor.
En estos tiempos vemos también al Espíritu activo en la preparación para el advenimiento del Mesías.  En I Pedro 1.10,11 es el Apóstol quien nos interpreta esto último que acabamos de decir, y nos dice: “Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el  Espíritu de Cristo que estaba en ellos el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos”.
La venida del Mesías no fue una improvisación en los planes eternos de Dios, fue la respuesta máxima a un proyecto elaborado desde la eternidad para la redención de una humanidad perdida.  En el desarrollo, la instrumentación y la ejecución de este proyecto, en cada paso y aún en el umbral mismo del advenimiento del Mesías, vemos al Espíritu trabajando en el corazón y en la mente de los hombres para preparar el camino a la salvación del Señor.
No se puede decir que haya en el Antiguo Testamento una elaboración teológica completa de la noción del Espíritu Santo como persona.  Es cierto que en Salmos y en Isaías aparece la expresión “Espíritu Santo” (Salmo 51.13; Isaías 63.10), pero el significado de la misma no es otro que el Espíritu de Jehová.  No obstante eso, en las funciones que se asignan al Espíritu de Dios en el Antiguo Testamento se encuentran las líneas principales del desarrollo doctrinal que culmina en el Nuevo Testamento.
Su naturaleza es divina con todo lo que ello implica para nosotros y con todo lo que ello implica en la propia naturaleza de la deidad. El Espíritu Santo es el elemento dinámico de la Deidad.  El es divino, y esta es una afirmación que hacemos con las Escrituras, con nuestra experiencia cristiana y con la Iglesia de Jesucristo de todos los tiempos.
Decir que El es Dios significa también afirmar que es personal.  Cuando decimos que el Espíritu Santo es Dios y es personal, estamos con esto queriendo significar que, así como Dios el Padre es personal porque se involucra en relaciones personales con nosotros y como el Hijo es personal porque tiene que ver personalmente con nosotros, afirmamos también que el Espíritu Santo es personal.
El entra en relaciones significativas con nosotros, relaciones que afectan nuestra vida profundamente, que cambian nuestra existencia y manera de pensar, que transforman todo nuestro vivir.  Todas ellas son relaciones profundamente existenciales.  Jesús en Juan 14.17 nos dice, que El es “el Espíritu de Verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce”.  Hay un problema de relación con los incrédulos, pero éste no es el caso de los creyentes.  A la luz de las Escrituras y de nuestra experiencia cristiana podemos decir  “¡Gloria al Señor por Jesús!”.  El dijo: “Vosotros le conocéis porque mora con vosotros, y estará con vosotros”. (Juan 1,4.17).  ¿Puede haber algo más personal?  Esta es una relación íntima, propia, una relación particular y profundamente significativa.
Junto con esta afirmación de que por ser Dios el Espíritu Santo es divino y es personal, debemos indicar también que es una persona  concreta. Quizás en tiempos como estos en los que la mente moderna es muy dada a las especulaciones y a las fantasías, es necesario afirmar esta verdad.  El Espíritu Santo no es una idea, un fluido, una entidad etérea, o un principio.  El Espíritu Santo es una persona concreta, tiene identidad, lo podemos calificar, le podemos dar adjetivos (como “santo” por ejemplo), tiene una manera de relacionarse con nosotros que es particular e identificable.  Claro que esto nos introduce inmediatamente a toda la cuestión teológica de la Trinidad, en la cual obviamente no podremos entrar esta noche.  Pero sí podemos entender esta verdad que surge de la experiencia cristiana y de las Escrituras.  El Espíritu Santo no es un fluido que esté volando por el aire sino una persona concreta con la que podemos mantener relaciones concretas.
En el Nuevo Testamento no hay un cambio sino una ampliación y profundización del concepto del Antiguo Testamento.  Allí encontramos evidencias más claras de que el Espíritu Santo es Dios en acción.  Vamos al Nuevo Testamento a ver si esto es así.  Una vez más hay cuatro instancias, cuatro momentos en el Nuevo Testamento donde vemos al Espíritu Santo dinámicamente involucrado en la historia de la salvación y en la historia de los hombres.  En el Nuevo Testamento encontramos también a Dios Espíritu Santo activo en la creación, pero en la creación de una nueva humanidad.  Así como en Génesis 1.2 el Espíritu estuvo activo empollando germinalmente la realidad, ahora aparece en el Nuevo Testamento empollando una vez más la creación de nuevos hombres, nuevas mujeres y una nueva realidad.  Esta nueva humanidad es obra del Espíritu Santo.  El Señor Jesús en su famoso diálogo con Nicodemo trataba de ilustrarle estas cosas.  Recuerden cuando le dijo: “Nicodemo, de cierto te digo que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3.3).  Nicodemo su teología se fue para otro lado con aquello de que: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez al vientre de su madre, y nacer?” (Juan 3.4)  Jesús le dijo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.  Lo que es nacido de la carne (la primera creación), carne es; y lo que es nacido del Espíritu (la segunda creación), espíritu es” (Juan 3.5,6).  Es otra vez el Espíritu activamente creando una nueva humanidad,  la nueva humanidad es en Cristo Jesús, la nueva humanidad redimida por la sangre de Cristo derramada en la cruz del Calvario.

Segundo, descubrimos al Espíritu activo otra vez en la formación de un nuevo pueblo.  El estuvo en el éxodo, en el desierto, en la conquista, más allá del Jordán, y con los jueces y los profetas.  Pero ahora el Espíritu está formando un nuevo Israel, un nuevo pueblo escogido por Dios para la redención de la humanidad.  La Iglesia de Jesucristo es la creación del Espíritu Santo.  El está activo en este proyecto de creación de un nuevo pueblo.  La Iglesia es la fuerza del Espíritu, como dijo un teólogo contemporáneo.  La Iglesia es la expresión de la vida dinámica del Espíritu.  La Iglesia es el resultado de esa capacidad dinámica y generadora de Dios Espíritu Santo.  La Iglesia se mueve en el poder del Espíritu.  Nosotros hemos recibido el Poder de lo alto para ser testigos “hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8).  Ese es el poder que da sentido, coherencia y significado a la vida de la Iglesia.  El es el motor interno de la Iglesia y quien le da movimiento a esto que llamamos la Iglesia de Jesucristo.

En tercer lugar, El está activo en la conducción un nuevo pueblo.  Así lo enseñó Jesús.  El Espíritu Santo está a  nuestra disposición.  Tendríamos que leer cantidades enormes de pasajes para ilustrar esto, pero son bien conocidos por ustedes.  El Espíritu Santo está aquí para enseñarnos, capacitarnos, ilustrarnos, rebelarnos, darnos el poder, la fuerza y la capacidad necesaria para cumplir nuestra misión.  Es el Espíritu de Dios el que guía la labor misionera de la Iglesia. Es El quien fomenta su crecimiento,  inspira sus decisiones, crea los ministerios dentro de la misma y dispensa su actividad profética.  El Espíritu Santo está activo en la conducción de su pueblo.
Además, El está activo en la preparación para el nuevo advenimiento de Cristo, El estuvo activo anticipando el primer advenimiento del Mesías, y ahora está activo preparando las condiciones del Reino para el advenimiento del Rey.  El Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo activo para la coronación final.

¿Quién es el Espíritu Santo?  El es Dios en acción.
El   Espíritu Santo  es Dios en acción liberadora ¿Por qué?  Por cuatro o cinco afirmaciones que rápidamente con las Escrituras podemos hacer,  Primero, el Espíritu Santo nos libera del pecado y nos trae salvación.  El es quien opera la regeneración en nosotros. No es un dogma,  ni el resultado de una doctrina, ni una palabra mágica, ni un sacramento, un rito, una ceremonia, sino la obra poderosa del Espíritu la que hace nuevas todas las cosas.    El Apóstol Pablo escribiendo a los Efesios en  1.13-14 dice, hablando de Jesucristo: “En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria.  “El Espíritu ha estado presente desde el momento en que oímos del Evangelio de Jesucristo para dar vida, para hacer realidad la obra redentora del Señor en nosotros.  El Espíritu Santo es quien nos libera del pecado y nos trae salvación
El Espíritu Santo nos libera también de la mentira y nos trae la verdad.  En su primera carta el Apóstol Juan dice: “Este es Jesucristo,  que vino mediante agua y sangre; no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre.  Y el Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la verdad” (I Juan 5.6).  En Juan 15.26 Jesús dice: “Cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de Verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí.”  “El Espíritu de verdad”, esta expresión se vuelve a repetir en 16.13: “Cuando venga el Espíritu de Verdad, él os guiará a toda la verdad;  porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir”.  El Espíritu es la verdad que nos libera de la mentira, esa mentira que ha ocupado tanto espacio en nuestro mundo y que por momentos parece ahogarnos.  Hay una inundación de mentira en nuestros días.  ¿Cómo conocer la verdad? ¿Dónde está la verdad?  Para decirlo más dramáticamente con la pregunta de Pilato: ¿Qué es la verdad? Aquí está la respuesta: el Espíritu es la verdad. El nos lleva a la verdad.  Hay una coherencia maravillosa entre Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, porque uno señala al otro y el Espíritu Santo señala a los demás.  El Espíritu nos señala a Jesucristo, quien es el camino, la verdad y la vida; y Jesucristo nos señala al Padre, que es el que nos ama y nos perdona.  Hay una coherencia maravillosa en Dios como el Dios de toda verdad.
El Espíritu Santo nos libera también de la ignorancia y nos trae conocimiento.  Ya hemos leído en Juan 14.26 las palabras de Jesús: “El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, El os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho.”  Además, El nos libera de la enfermedad y nos trae sanidad.  Esto lo entendió muy bien la iglesia primitiva, y es una lástima que la iglesia moderna no lo entienda de igual modo, porque a pesar de los buenos servicios de la medicina seguimos creyendo que Dios Espíritu Santo tiene poder para sanar nuestras dolencias, El tiene poder para curarnos de nuestras enfermedades. No importa el diagnóstico de los médicos,  lo que importa es el poder de Dios, y Dios Espíritu Santo no se ha cruzado de brazos porque la medicina haya progresado. Al contrario, El quiere usar una medicina, pero también tiene sus propios caminos que no está en nosotros analizar, y puede curarnos porque tiene poder para hacerlo. En el libro de los Hechos 10.38 leemos del encuentro de Pedro con Cornelio.  Pedro le testifica de “cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazareth, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.  Dios Espíritu Santo, que obró en Dios el Hijo, a quien hemos visto en Jesús, es el Dios, el mismo Dios que hoy puede obrar las mismas maravillas y milagros para la gloria de su nombre y nuestra liberación.  Por otro lado, El nos libera de la alienación de una personalidad desestructurada, que es el resultado del pecado y nos trae armonía e integración.  Creo que es esto lo que Pablo quiere decir o a lo que se refiere, quizás no con el lenguaje de la psicología, pero sí con un profundo conocimiento de la experiencia humana, en Gálatas 5:22 cuando nos habla del “fruto del Espíritu”. ¡Qué coherencia extraordinaria pone el Espíritu en nuestra personalidad’.  El fruto del Espíritu (no es plural, sino singular), el resultado global total de su obra en el ser humano es “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”. ¡Qué maravillosa integración en una sola persona!
Hoy nos encontramos con personas que son capaces de amar pero que no tienen templanza, o que tienen templanza pero que han caído en otras cosas, o son muy pacientes pero no son benignos, o tienen bondad pero les falta fe.  ¡Cuánta alienación y distorsión en nuestra personalidad!   ¡Qué tremendos monstruos que somos! Desarrollados en algunas cosas, pobres en otras, mezquinos en algunos lugares, llenos de faltas, tan carentes de un sentido de ser completos.  Pero el resultado de la obra del Espíritu es que él nos hace completos con todos los frutos, con todas las virtudes y con todas las capacidades en una sola persona.  Este es el resultado o el fruto del Espíritu.  El nos libera de una personalidad alienada, desestructurada,  confusa, contradictoria y pone armonía en nuestra vida.  Esto es el resultado del Espíritu.  ¿Quién es este maravilloso ser?  El es nuestro bendito Dios Espíritu Santo.  El es Dios. El es Dios en acción.  El es Dios en acción liberadora.

¿Cómo opera el Espíritu Santo?
La segunda pregunta es: ¿Cómo opera el Espíritu Santo? Podemos entender algo de su dinámica o actuar si consideramos algunos títulos y nombres que se le dan en la Biblia.  Por cierto, no podríamos hacer una consideración exhaustiva ya que el tiempo se nos está agotando.  Pero quisiera llamar la atención de ustedes al pasaje de Juan 14.16 para considerar allí por lo menos dos aspectos que de alguna manera pueden ayudarnos a comprender mejor cómo actúa el Espíritu Santo.
El primero tiene que ver con el nombre que Jesús le da al Espíritu Santo en este versículo. “Consolador” o “Paracletos”  es la palabra que se utiliza en griego.
 Esta palabra se repite varias veces.  Aparece en Juan 14.16, otra vez en el versículo 26, se usa en 15.26 y en 16.7.  Es Jesús mismo el que la está usando reiteradamente.  El uso reiterativo llama la atención.  Por algo habrá usado Jesús esta palabra.  ¿Qué quiere decir este título o nombre que Jesús le da a Dios Espíritu Santo?  “Paracleto” viene de dos palabras griegas: para  y  kaleo.   Se trata de una preposición y un verbo que juntos significan  “llamar a alguien a nuestro lado”.  Es como si yo le dijera al pastor: “Pastor, póngase aquí a mi lado.  Lo estoy llamando al lado mío. En este sentido, la palabra hace referencia a alguien que se pone a nuestro lado con un propósito.  Conforme a lo que conocemos o dijimos del Espíritu Santo este propósito es el de asistirnos o ayudarnos.  Por eso, la traducción de la palabra podría ser abogado, defensor, ayudador, consolador.  Esto nos da una idea de cuál es el operar y la acción, característica del Espíritu Santo.  El Espíritu Santo es Dios a nuestro lado.  El Espíritu Santo es Dios con nosotros y para ayudarnos.  El Espíritu Santo es Dios para asistirnos.  El Espíritu Santo es Dios para defendernos.  El Espíritu Santo es Dios para protegernos.
Hay ciertos verbos que definen su acción como consolador en el sentido que explicamos.  El es el Dios que está con nosotros (Juan 14.16) como estuvo Jesús con sus discípulos.  El es el Dios que nos enseña, como Jesús enseñó a sus discípulos (Juan 14.26).  El es el que nos recuerda las palabras de Jesús y nos facilita la comprensión de las Escrituras (Juan 14.26).  El es el que nos testifica acerca de Jesús (Juan 15.26).  El es quien nos convence del carácter de Jesús, de su obra y  también de nuestro pecado y de nuestra relación con El (Juan 16.7-11).
En todos estos casos los verbos o las acciones implican cercanía, estrechez, contacto.  El no es un Dios lejano a quien tenemos que convencer de que nos venga a ayudar.  No es necesario hacer sacrificios, ofrecer rogativas y plegarias para que a través de algún emisario de tercero o cuarto grado El nos da alguna “ayudadita”. El es Dios aquí, a nuestro lado, estrecho, cerca, en contacto, accesible, inmediato. ¡Qué inmediatez bendita y maravillosa!  El Consolador no nos deja ni de noche ni de día, ni cuando estamos solos ni cuando estamos acompañados.  El día de nuestro casamiento estuvo allí, el día de la muerte de nuestro ser querido estuvo allí, cuando recibimos algún premio o alguna gratificación material él se reía con nosotros, y cuando las cosas fueron mal él era nuestro ayudador para consolarnos. ¿No lo sintieron así?, El es el “Paracletos”, llamado a estar a nuestro lado y no dejarnos, El es el Consolador y el ayudador.  Esto es lo que hace el Espíritu Santo.
Pero aquí mismo, en esta expresión del versículo 16, hay otra palabrita que para mí tiene un sentido teológico extraordinario.  Es la palabrita “otro”. Jesús está hablando de un Consolador, pero no de un Consolador cualquiera.  Jesús esta diciendo “otro” Consolador”.  Lamentablemente, en castellano tenemos una sola palabra “otro”, con ella puedo referirme a otro reloj exactamente igual a éste que tengo, o puede ser otro reloj totalmente diferente.  En ambos casos uso la palabra “otro”.  Pero en griego -gracias a Dios-, hay dos palabras.  Una significa otro  exactamente igual y la otra significa otro que puede ser distinto.  En este versículo se utiliza la palabra állos que significa otro exactamente igual u “otro de la misma clase”.  Jesús nos está diciendo: “Voy a mandar a otro, pero que no es distinto que yo”.  ¡No es esto algo grandioso!
Los evangelios nos dan testimonio de cómo fue Jesús aquí en la tierra.  Siempre he soñado que si tuviera la máquina del tiempo y pudiera entrar en ella me gustaría ir allí a donde Jesús predicó el Sermón del Monte o al lago de Galilea.  Quiero ver el rostro de mi Señor, quiero sentir el timbre de su voz, quiero ver como brillaban sus ojos.  No quiero tener meramente un testimonio escrito.  Lo quiero a él.  Sin embargo, Jesús aquí nos está diciendo a nosotros, 2,000 años después que va a venir otro,  pero ese otro no es distinto que él.  El nos dice: “Así como yo toqué a mis discípulos y les dije, no se asusten cuando la tormenta arrecia, así también el Consolador estará con ustedes”.  Es el mismo Jesús.  Es el mismo Dios Espíritu Santo que cuando estamos solos nos acompaña, cuando tenemos hambre nos alimente, cuando estamos enfermos nos cura, cuando necesitamos palabra divina nos aconseja, cuando no sabemos, por qué camino seguir viene a nosotros y nos dice: “Yo soy la verdad”.  Es el mismo Jesús que cuando la muerte nos asalta viene para afirmarnos y nos dice: “Yo soy la resurrección y la vida”.  Es el mismo Jesús, es exactamente el mismo Jesús, no es uno distinto, no es otra cosa, no viene con otro mensaje, no viene con otra actitud.  Es el mismo amoroso Jesús que conocieron los discípulos y que ahora conocemos todos.  No importa la geografía, el espacio, el tiempo, porque este maravilloso Dios Espíritu Santo está accesible para todos en todo lugar, él es el   otro   Jesús.  No se trata de una identificación absoluta de Cristo con el Espíritu Santo, pero sí se trata de una continuación maravillosa del carácter, de la persona y del tratamiento de Jesús con sus seguidores.  Hay algo paradójico en esto ya que el cristiano vive físicamente lejos del Señor, y sin embargo, el Espíritu Santo está presente en él.  Pablo en 2 Corintios 5.6 dice: “Así que vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor”.  Sin embargo, en Romanos 8.9 afirma con convicción: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros”.  La energía conque Cristo trabaja en los hombres es la energía que comunica el Espíritu Santo, de quien deviene la regeneración espiritual.  Es por eso que el Apóstol afirma que “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8.9), e identifica la presencia de Cristo en la vida con la presencia del Espíritu (ver Romanos 8.10,11).

¿Cuáles son las consecuencias de la obra del Espíritu Santo?
¿Quién es el Espíritu Santo?  Respondimos que El es Dios en acción liberadora. ¿Cómo obra el Espíritu Santo?  Por lo menos la Biblia nos dice dos cosas: El es el Consolador y El es el otro Jesús.  Nos queda por considerar una tercer pregunta: ¿Cuáles son las consecuencias de la obra del Espíritu Santo?  Cuando el Espíritu Santo se nos presenta en la vida, ¿qué pasa? Quiero hacer dos afirmaciones que me parece en estos tiempos de cierta confusión doctrinal en cuanto al Espíritu Santo, es importante plantear.  La primera afirmación es que cuando los cristianos hablamos del Espíritu Santo, a la luz de las Escrituras, estamos hablando del Espíritu que ya vino.  Dios el Espíritu Santo es la plenitud que ya   vino.   ¿Cuándo vino el Espíritu?.  Históricamente, conforme a las Escrituras, El vino de una manera muy particular y concreta en la historia el día de Pentecostés.  El eco de salvación del Nuevo Testamento es el eco del Espíritu Santo.  Esto comienza en Pentecostés, cuando el Espíritu fue derramado sobre la Iglesia de Jesucristo para capacitarla para el cumplimiento de la misión redentora que le cabe en la historia de los hombres hasta que el Señor venga.
Podemos decir entonces, que históricamente el Espíritu Santo vino en Pentecostés.  Esto lo conocemos por Hechos capítulo 2.  Pero, personalmente hablando, ¿cuándo vino el Espíritu Santo a mi, a Pablo Deiros, a  mi vida?  Yo testifico con gozo, con alegría y con gratitud al Señor,-que el. Espíritu Santo, todo el Espíritu Santo, vino a mi vida el día que yo arrepentido abrí por la fe mi corazón a Cristo Jesús y le reconocí como el Señor y el Salvador de mi vida.  Cuando aceptamos por la fe a Jesucristo, la plenitud del Espíritu se hace evidente en nuestra vida   Todo el Espíritu Santo viene a nosotros.  El Apóstol Pablo escribiendo a los Gálatas en 3.1-3 reprende a los gálatas precisamente por no entender esta verdad  “¡Oh gálatas insensatos”,  ¿quién os fascinó para no obedecer a la verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente entre vosotros como crucificado? Esto sólo quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe?  ¿Tan necios sois? ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?”
Cuando hemos abierto nuestro corazón a Cristo, hemos recibido al Espíritu Santo,  Cuando yo escuche a un predicador en la ciudad de Rosario, en Argentina, invitar a aquellos que arrepentidos de sus pecados querían recibir a Cristo, y decidí recibirle, nadie me dio una estampita o un crucifijo, ni yo me tragué una hostia o algo por el estilo.  ¿Qué fue lo que recibí? El Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, el Espíritu de Dios. En otras palabras, recibí la plenitud dinámica y activa de la presencia redentora de Dios en mi vida, recibí la plenitud del Espíritu Santo.
¿Cómo vino el Espíritu?  El vino totalmente.  No vino por pedazos, en entregas periódicas, o parcialmente.  El vino totalmente y yo recibí la plenitud de Dios de manera total.  El Apóstol Pablo escribiendo en la carta a los Romanos en 8.9 dice: “más vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros.  Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de El.”  Aquí no se habla en términos de si está lleno hasta la mitad, está lleno 3/4 partes o está lleno del todo,  o se tiene el Espíritu o no se lo tiene.  Si se tiene el Espíritu se es cristiano, si no se tiene no se es cristiano.  No hay confusión.  Y si se tiene el Espíritu se tiene todo el Espíritu.
Con esto estamos hablando de la plenitud del Espíritu Santo, o sea, de la presencia total del Espíritu Santo en la vida del creyente.  Sin el Espíritu no podríamos ser cristianos, Pablo escribiendo a los corintios en su primera carta (12.13) les dice: “Por un solo Espíritu fuimos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu”.  Y yo agregaría: “la misma cantidad”, si queremos hablar en términos de cantidad.  No es que a algunos se dio un poquito más y a otros se dio un poquito menos.  No es que los que tenían pecados más grandes de que arrepentirse se les puso a prueba y se les dio un sorbito a ver si después con un poco más de consagración se les mandaba una cuota mayor.  La Biblia dice que se nos dio a beber de un mismo Espíritu, la misma cantidad a todos.  Es por esto que el Apóstol puede afirmar: “Por tanto, os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo”. (I Corintios 12.3)
La presencia total del Espíritu en el creyente es testimonio de nuestra condición de hijos de Dios.  Repito con el Apóstol Pablo (Romanos 8:16): “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”.  Si no estuviera todo el Espíritu en el creyente no existiría ese testimonio, o ese testimonio sería incoherente, o no sería verdad.  O todo el Espíritu o nada.  O somos cristianos con todo el Espíritu o definitivamente no somos cristianos.
La segunda afirmación es que el Espíritu que ya vino es el Espíritu que no se va.  Esto nos lleva a una cuestión más compleja, pero permítanme llamar la atención de ustedes sobre dos cosas.  Por un lado, afirmar que El es el Espíritu que no se va, involucra el problema de nuestra relación con Dios y de nuestra actitud hacia Dios.  Con esto tomemos muy en cuenta lo que en la Biblia en plural se llaman los pecados contra el Espíritu Santo. Noten el plural de la palabra “pecados” para que no haya confusión.  Se trata de los pecados contra el Espíritu Santo. ¿Quienes son los que pecan contra el Espíritu Santo?  A la luz de las Escrituras es evidente que los que pecan contra el Espíritu Santo son los cristianos, son los creyentes los que cometen estos pecados.  ¿Por qué y cómo?  Los cristianos pecan contra el Espíritu Santo de dos maneras. Por un lado según la Biblia, esto sucede cuando los creyentes apagan al Espíritu. En 1ra Tesalonicenses 5.19 el Apóstol exhorta: “No apaguéis al Espíritu” ¿A qué se refiere Pablo con esta expresión?  Los creyentes apagan al Espíritu Santo cuando no hacen aquello que deben hacer.  El Espíritu está dispuesto a obrar con todo su poder a través de ellos, pero no puede forzar su voluntad.  Con paciencia espera que le permitamos manifestarse a través nuestro.  No ser dóciles a sus impulsos y frustrar sus intenciones es pecar contra él.  Por otro lado, los creyentes pecan contra el Espíritu cuando lo contristan.  Esta expresión viene de Efesios 4.30 donde el Apóstol amonesta: “Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”.  Contristamos al Espíritu cuando hacemos aquello que no debemos hacer.  Cada vez que transgredimos los mandamientos del Señor y hacemos cosas que se oponen a su voluntad revelada pecados contra el Espíritu.  Sea que no hagamos lo que debemos hacer o que hagamos lo que no debemos hacer, en ambos casos se trata de pecados contra el Espíritu Santo.
Pero la Biblia habla también del pecado (noten el singular) contra el Espíritu Santo.  En este caso, éste es un pecado propio de los incrédulos.  ¿Cuál es el pecado contra el Espíritu Santo?  Jesús lo menciona enérgicamente en Mateo 12.3 cuando dice: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres: Mas la blasfemia contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero”.  Las palabras de Jesús suenan muy duras y terminantes.  Este pecado debe ser muy terrible para que no merezca el perdón del Dios de toda gracia y paciencia. ¿Cuál es este pecado que Dios no puede perdonar?  Algunos han dicho que se trata de algún insulto muy grosero contra el Espíritu.  Pero el carácter perdonador de Dios se vería seriamente comprometido si él no pudiera perdonar un insulto, como lo hacen muchos seres humanos.  Para otros se trata de algún serio error doctrinal.  Sin embargo, no es necesario aprobar un examen de teología para entrar al reino de los cielos, de otro modo, ¿quién podría salvarse?
El autor de la carta a los Hebreos en su capítulo 10.29 nos da una clave para interpretar la expresión de Jesús.  Planteando una situación hipotética, dice él: “¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu”, con el rechazo del Hijo de Dios y la salvación por él obrada.  ¿Acaso puede haber salvación para alguien que rechaza al Salvador?  ¿Puede haber perdón divino para quien no quiere ser perdonado?  ¿Es posible para Dios salvar por una decisión unilateral suya al pecador sin que el pecador confíe en Dios para su salvación?  Por su propia naturaleza y carácter, y en coherencia con sus relaciones con los seres humanos, Dios no puede pasar por alto la libertad con que ha dotado a sus criaturas.  De modo que el rechazo de la salvación que Dios ha provisto para los pecadores en Cristo Jesús es un pecado imperdonable.  Ahora bien, ¿por qué Jesús lo califica de “pecado contra el Espíritu Santo” y Hebreos habla de él como la “afrenta al Espíritu de gracia”?  Pues porque es precisamente el Espíritu quien convence de pecado, mueve al arrepentimiento, evoca la fe, conduce a la salvación y produce el nuevo nacimiento. Para decirlo con una sola palabra, el pecado del que estamos hablando es la incredulidad. Y la incredulidad no es otra cosa que la resistencia consciente a la obra salvífica del Espíritu.
El Espíritu Santo que viene a la vida cuando confiamos en Cristo como Salvador y le obedecemos como Señor no se va cuando pecamos contra él con los pecados “en plural”.  Pero el Espíritu no viene a la vida cuando con incredulidad se rechaza a Cristo como la única esperanza de salvación.  Así, pues, el Espíritu que no se va no viene frente a este solo pecado “en singular”, que impide su obrar regenerador en la vida del pecador.  Pero podemos estar seguros que cuando le permitimos morar en nosotros su presencia es para siempre, ya que El mismo es quien nos capacita para nuestra perseverancia por la fe.
¿No es maravilloso saber que todo el poder de Dios está a nuestra disposición gracias a la obra de Cristo y por la presencia poderosa del Espíritu Santo?  Si le hemos recibido por la fe, hagámosle espacio en nuestro ser interior para que él se exprese en toda su plenitud. No le apaguemos ni le contristemos. Por el contrario, ofrezcámosle nuestro cuerpo, voluntad, inteligencia y sentimientos para que él pueda hacer evidente en nosotros y por nosotros la grandeza de su poder.  Si la presencia del Espíritu no es una realidad todavía en su vida, abra su corazón a Cristo e invítele para que él sea su Salvador y Señor.  El Espíritu de Dios que está activo en todas partes, puede hoy morar en su vida y hacer que ella se transforme en algo nuevo.  El está presente y activo ahora entre nosotros.  Permitámosle ayudarnos a tomar las decisiones de fe que debemos tomar para conocer mejor la grandeza del amor divino.



* Profesor Pablo Deiros, realizando estudios doctorales en el Seminario Bautista en Forth Worth,
 Texas.


Fraternidad Teológica Latinoamericana
Doctrina del Espíritu Santo, La. / Pablo Alberto Deiros en Boletín teológico 
(1983 Tomo 12, trimestral)