Elsa Támez
INTRODUCCIÓN
“Nos han amenazado de resurrección”, escribió en un poema la poetisa guatemalteca Julia Esquivel describiendo, durante la represión militar centroamericana, la fuerza de un pueblo que no quiso seguir siendo objeto del pecado de opresión. “Ser amenazado de resurrección” significa que los amenazados son un pueblo que vive como resucitado y que lucha por la resurrección plena de todos y todas. Quien amenaza no desea la resurrección, es decir, el paso de la muerte a la vida.
“Vivir como resucitados” o “ser amenazados de resurrección” son metáforas teológicas que describen dimensiones de la existencia humana difíciles de comprender, ya que abarcan dimensiones escatológicas y utópicas y, a la vez, dimensiones presentes en la historia. “Vivir como resucitados” alude a la vida concreta aquí en la tierra y a una manera inusitada de vivir que se sale de la realidad histórica y terrenal; resucitados apunta a una experiencia de transformación plena, a la travesía de un estado de muerte a un estado de vida en plenitud. “Vivir” alude a los tiempos presentes, históricos, y “resucitados” a los llamados “últimos tiempos”, es decir, a lo escatológico y ahistórico. La frase no tendría sentido si no fuera por el “como” porque no se puede vivir dentro y a la vez fuera de la historia. La preposición “como” hace posible vivir en lo contingente la plenitud de la promesa de una vida resucitada. Se vive aquí en la historia como si se hubiera resucitado. En teología se dice que vivimos en “el ya y el todavía no”.
Para los cristianos es posible, gracias al Espíritu Santo, el cual es el Espíritu de Dios y de Cristo, vivir en el “ya” y el “todavía no”. “Vivir como resucitados” significa vivir de acuerdo con el Espíritu. Esto se refiere a la espiritualidad de los creyentes. Vivir como resucitados en América Latina y en el Caribe expresa una espiritualidad liberada y liberadora.
Hoy en día, vivir como resucitados es un desafío difícil de asumir. Pero únicamente podemos mostrar nuestra identidad de cristianos por medio de actitudes y acciones orientadas por el Espíritu, es decir, por medio de la espiritualidad.
El desafío del Espíritu es difícil de asumir, pues la sociedad globalizada se manifiesta confusa e incierta: crecen la pobreza, el desempleo, la violencia, la delincuencia. Pero, al mismo tiempo, la sociedad, a través del mercado y los medios de comunicación, se manifiesta atractiva y prometedora y, aunque exigente en sus demandas de eficacia, sus ofertas de satisfacción de todos los deseos son innumerables. Lo que es peor: la desilusión y el desencanto por la organización y la solidaridad y la lucha contra la pobreza y la explotación han disminuido en gran manera.
La llamada al “cambio de paradigma” agravó la situación económica, política y social. En muchos sectores engendró paralización, en lugar de un nuevo dinamismo para buscar nuevas salidas hacia una calidad de vida mejor. Hoy la poetisa Julia Esquivel no podría repetir el título. No existen muchas propuestas peligrosas de resurrección que merezcan amenazas: los cristianos no estamos “viviendo como resucitados”, sino como acomodados al “no”, lejos del “ya” y del “todavía”. Como la sociedad actual no ofrece espacios de gratuidad por la exigencia de la eficacia y de la competencia, otras espiritualidades suenan para muchos más atractivas, aunque con frecuencia sean más alienantes que liberadoras, al ayudar a vivir bien en el ahora y a aminorar las frustraciones cotidianas. Son espiritualidades individualistas, pobres, ajenas a la vida del Espíritu.
El desafío de vivir como resucitados es un reto a personas y comunidades para que caminen conforme al Espíritu y vivan una espiritualidad liberadora. Se trata de una llamada urgente a una sociedad asfixiante, con la gente y las comunidades cansadas y con poca esperanza, y en una iglesia excesivamente institucionalizada que presta poca atención al Espíritu. Necesitamos una renovación en el Mesías Jesús, y el gestor de ese renacimiento es el Espíritu de Dios. Deseo reflexionar sobre una espiritualidad liberadora a partir de la obra del Espíritu en Rm 6 y 8. El Espíritu es quien nos hace vivir como resucitados en nuestra realidad actual.
LA ACCION LIBERADORA DEL ESPÍRITU EN EL PASO A LA RESURRECCIÓN
Pablo reitera con distintas palabras la afirmación de que en Cristo hemos pasado de la muerte a la vida (cf. Rm 6.2; 6.5; 6.8). En 6.2 parte del hecho del bautismo para afirmar que, si fuimos sepultados con Cristo en su muerte, al igual que él resucitó de entre los muertos, también nosotros vivamos una nueva vida. Vuelve a repetir lo mismo en 6.5. Y en 6.8 escribe: “si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él”. Pablo enfatiza esto en un contexto de exhortación a no “permanecer en el pecado”. En la carta a los Romanos, pecado significa un orden social y cultural invertido en donde la verdad tanto en lo comunitario como en lo individual- es aprisionada por la injusticia (1.18). Este invertido orden de valores, que condenó a Jesús a la cruz, puede penetrar no sólo las estructuras económicas, sino también las relaciones sociales. Abarca lo comunitario y lo personal.
Pasar de la muerte a la vida es una figura teológica que Pablo utiliza para expresar un cambio radical en la existencia humana: de un tipo de vida con características de muerte a otro tipo de vida antagónico, con características de resurrección. Se opta por abandonar aquella existencia y se acoge un nuevo modo de vivir. En otras partes de la Biblia se habla de con- versión (metanoia).
Morir al pecado significa no permanecer en él, ni ser cómplice, ni dejarse someter por las estructuras pecaminosas. Pablo ofrece como razón teológica la crucifixión de todo lo malo de la humanidad en la crucifixión de Jesús. En el pensamiento de Pablo, cuando Jesús fue crucificado, también la “criatura vieja” del ser humano fue crucificada (Rm 6.6), muriendo allí los deseos que originaban prácticas injustas capaces de crear las estructuras de pecado. Para Pablo, al morir al pecado se deja de ser esclavo de él. Una vez resucitados, la muerte deja de tener dominio sobre éstos.
Pablo contrapone el señorío del pecado y el de Dios. El primero produce muerte y hay que abandonarlo muriendo a él. El señorío de Dios produce vida. Morir al pecado significa escapar de él y de sus efectos mortíferos, pero no significa automáticamente resucitar a una nueva vida, para lo cual es necesario tener la opción de resucitar y de vivir como resucitados. Se necesita acoger la novedad del don de la resurrección dado por Dios mediante su Espíritu. La vida resucitada es un don de Dios y esa novedad de vida se experimenta para Dios (Rm 6.10-13). De ahí la exhortación de Pablo a ofrecerse a Dios como muertos retornados a la vida (cf. Rm 6.13).
Según Pablo, esta acción liberadora de la muerte a la vida es causada por el Espíritu y se vive en El. Se trata del Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos y el que da la vida a nuestros cuerpos mortales (Rm 8.11). Se trata del Espíritu que habita en los resucitados.
En Rm 8.1-4, Pablo recuenta, de una forma muy teológica y densa, casi incomprensible, el acto liberador del Espíritu y la libertad de toda condenación para quienes viven de acuerdo con la nueva vida.
Proponemos esta paráfrasis más actualizada y más comprensible de las afirmaciones paulinas: No hay nada que condena a quienes viven como Jesús el Mesías. Porque el Espíritu de Dios que ha dado esa nueva vida, impregnada del horizonte del Mesías Jesús, te liberó de los mecanismos del sistema pecaminoso que produce la muerte. La liberación ocurrió gracias a la acción de Dios y no de la ley. La ley no fue capaz de controlar, contrarrestar ni combatir los efectos injustos y antihumanos que produce el sistema pecaminoso. Al contrario, la ley se volvió impotente frente al sistema pecaminoso y sus mecanismos por dos razones relacionadas con la condición humana y su complicidad con el sistema: primera, los deseos avaros de engrandecimiento y enriquecimiento, que generan las prácticas injustas y engendraron el sistema pecaminoso. Y, segundo, la propia fragilidad humana, presa fácil del sistema pecaminoso. Ambas razones hacen de la ley un instrumento manipulable. De modo que, por causa de la impotencia de la ley y de su fácil manipulación, Dios, por medio de la figura del Hijo, tuvo que manifestarse en la historia, asumiendo la condición humana sometida a los mecanismos del sistema pecaminoso. Y así, para apartarnos de esa situación de pecado, condenó al sistema a asumir en la propia humanidad del Hijo lo que la humanidad entera padecía a causa del sistema pecaminoso. Y todo eso lo hizo Dios para que la justicia verdadera se cumpliese en medio de nuestra realidad, ahora que vivimos y actuamos de acuerdo con los deseos del Espíritu y no de acuerdo con los deseos egoístas de engrandecimiento y enriquecimiento
Pablo incluye aquí un elemento nuevo llamado ley. Pablo la opone a menudo al espíritu. La ley es letra muerta en comparación al Espíritu o a una forma de ley inscrita en los corazones. La ley –no inscrita en los corazones- es un código con normas cuya finalidad es hacer que la justicia se cumpla. Y eso es bueno. Pero, en un sistema pecaminoso, la ley es instrumentalizada a favor del sistema y pierde su función original de hacer cumplir la justicia. Para Pablo, no se puede depositar la confianza ni en la ley ni en todo lo que tenga que ver con ella (tradiciones, instituciones, por ejemplo), sino sólo en Dios, quien por medio de su Espíritu, ilumina el camino del proceder interhumano. El paso de la muerte a la vida no es obra de la ley, sino del Espíritu. Por la acción liberadora del Espíritu, se cumple la verdadera justicia de la ley, a través de quienes viven como resucitados (Rm 8.4).
El recuerdo de esta acción liberadora del Espíritu es una figura teológica importantísima para los cristianos de hoy, pues nos anima a sentirnos fortalecidos en medio de realidades desoladoras. La conciencia de caminar como resucitados puede hacernos amar la vida, disfrutar de ella, defenderla y luchar por ella.
DIOS SE HACE PRESENTE EN LA HISTORIA
A TRAVÉS DE QUIENES VIVEN COMO RESUCITADOS
Quienes viven como resucitados -liberados por el Espíritu y caminando conforme a sus anhelos, o sea conforme a la justicia, amor, paz y alegría- manifiestan una espiritualidad de liberación, ya que el Espíritu de Dios creador y de Cristo salvador habita en ellos y ellas. Pablo habla indistintamente de Espíritu de Dios y Espíritu de Cristo (Rm 8.9). Se trata del Espíritu Santo prometido desde siempre (Ga 3.13) y derramado en nuestros corazones (Rm 5.5); el Espíritu del Mesías Jesús, el rostro humano de Dios, que nos dejó al partir de esta tierra. De modo que la presencia histórica y concreta de Dios y del Mesías Jesús, sólo la percibimos hoy a través de su Espíritu. “Dios con nosotros” es hoy el Espíritu Santo. No hay otra forma histórica de Dios presente en nuestra realidad. El kerygma declara que Jesús el Mesías murió, resucitó, se apareció a algunos discípulos y discípulas y partió, dejándonos su Espíritu.
El Espíritu, que no actúa sin cuerpos, tiene una morada: la comunidad de creyentes que vi- ven como resucitados y con sus cuerpos mortales vivificados (Rm 8.11). La morada del Espíritu es el Templo, no el edificio, sino las comunidades de creyentes que asumen el desafío de vivir como resucitados. Pablo dirá que son los cuerpos del Mesías resucitado (1Cor 12). Un cuerpo solidario en comunión con hermanos y hermanas, luchador por la defensa de la vida de los más pobres y amenazados, que respeta la diversidad gracias al Espíritu.
El Espíritu mora no sólo en la comunidad, sino también en las personas, en cada uno de sus cuerpos. El cuerpo es el templo del Espíritu Santo (1Cor 6.9). Esta afirmación implica una triple invitación: invitación a cuidar del propio cuerpo, invitación a ver al otro con respeto y mirada tierna puesto que es un ser habitado por Dios. El hecho de que el ser humano sea un templo del Espíritu crea una barrera para quienes quieran matar, violar o destruirlo, pues al hacerlo se ataca a Dios. Y la tercera invitación, la más importante, es que al Espíritu le nacen nuestras piernas y brazos, ojos y boca, para hacer visible su presencia liberadora a través de los cuerpos de quienes viven como resucitados.
Según Pablo, en el paso de la muerte a la vida ha habido una transformación más profunda. Al morir y resucitar con el Mesías Jesús, Dios nos concedió el Espíritu y, al dejarnos guiar por el Espíritu, se recupera la imagen divina en nosotros, pasando a formar parte de la divinidad. El Espíritu de Dios y el espíritu humano entran en sintonía para clamar que somos hijos e hijas de Dios y para mostrarlo con nuestras actitudes y actos como si fueran de Dios (cf. Rm 8.15-16).
Dios se acerca a su creación y se hace presente mediante el Espíritu. El Espíritu es la presencia histórica de Dios manifestada a través de quienes asumen el don de la vida y la viven como resucitados. Y si Dios se acerca a su creación mediante el Espíritu, humanizándose, la creación se acerca a Dios mediante el Espíritu, divinizándose. El Espíritu de Dios nos une en parentesco con El. Afirma Pablo que se muere al pecado para vivir para Dios (Rm 6.10-11). Vivir para Dios significa ofrecerse a El como muertos retornados a la vida, y con cuerpos cuyos miembros son instrumentos de justicia aquí, en la tierra, al servicio de Dios (Rm 6.13).
VIVIENDO COMO RESUCITADOS: EL DESAFÍO
Se dice que las personas que han tenido una experiencia límite de la muerte (por enfermedad, accidente o por haber superado una muerte segura) experimentan un cambio radical en sus vidas. Su actitud ante la vida es totalmente diferente. La ven con ojos nuevos: advierten muchos detalles que antes no habían percibido, viven intensamente, aman con más pasión, prestan atención a muchas cosas que les pasaban desapercibidas. Tienen distintos comportamientos con los demás: hay en estas personas más ternura, son más sensibles al dolor y a la injusticia. Al apreciar el regalo de la vida, viven como si hubiesen resucitado. Creen que, amando más la vida, se alejarán más de la muerte y resistirán las hostilidades del mundo presente. Y, sin embargo, siguen viviendo en la misma casa, comunidad, barrio y país.
No todos experimenta lo mismo. Algunos, sobre todo sobrevivientes de accidentes colectivos, no soportan el no haber muerto con sus compañeros y se sienten permanentemente culpables. Rechazan el regalo de una nueva vida. Pero son los menos. La mayoría opta por instinto por vivir de manera más apasionada, mejor y corrigiendo errores del pasado.
Para quienes han acogido la fe del Mesías Jesús, vivir como resucitados hoy día es un desafío: la realidad del “todavía no” de la resurrección plena (o de la llegada del Reino) es a veces tan miserable que cuesta soñar en la felicidad para todos y todas. Da miedo dejarse llevar por la promesa de la nueva creación, esto es, la promesa de que los cielos nuevos y la tierra nueva, donde no habrá ni lágrimas ni dolor, llegarán alguna vez. Vivir como resucitados en medio de la muerte (engaño, opresión, desempleo, violencia, desesperanza) puede ser un pedir demasiado en la actualidad.
Para los discriminados, en América Latina y en el Caribe, la calidad del “ya” hemos resucitado es insignificante frente al “todavía no” del final de los tiempos, por lo cual la afirmación bíblica de que con la llegada del Mesías Jesús llegó el Reino de Dios en fe y esperanza no nos entusiasma y buscamos una espiritualidad, no liberada ni liberadora, sino de temor, encerrada en sí misma y en búsqueda constante de experiencias individualistas que sólo satisfacen frustraciones personales. La vida se vive como una carga, no como un regalo de Dios para disfrutar, compartir y defender. Si asumiéramos la afirmación paulina de que hemos pasado de la muerte a la vida, y acogiéramos la vida como regalo de Dios, ofrecida por su Espíritu, y si viviéramos con la certeza de que el Espíritu de Dios habita en nuestro ser y en nuestras comunidades, la espiritualidad practicada por las comunidades y sus miembros daría testimonio de rostros resplandecientes y de comunidades que caminan con paso seguro, como resucitadas. Esto no es imposible. La experiencia nos muestra que todo lo bueno que acontece brilla como magnífico anticipo de resurrección.
¿Cómo se vive como resucitados? En primer lugar, viviendo en libertad, como personas libres y como comunidades libres. Donde está el Espíritu de Dios, hay libertad (2 Co 3.17). Ya que se vive bajo la gracia de Dios y orientados por el Espíritu, comunidades y personas se sienten libres de toda ley e institución que quiera imponerse contra el bien común. La letra inscrita en los corazones, es decir, el Espíritu permite discernir cuándo la letra de las leyes es muerta y mata. El Espíritu ha liberado del pecado y de la muerte: no se es esclavo del pecado cuando se pasa de la muerte a la vida (6.6), ni se ha recibido un espíritu de es- clavos para recaer en el temor, sino un Espíritu de hijos e hijas libres (Rm 8.15). El pecado que se manifiesta por medios del sistema injusto, no tiene más señorío sobre los que queremos vivir el desafío de vivir como personas y comunidades resucitadas.
En segundo lugar, los que viven como resucitados acogen y muestran con hechos claros y concretos el Espíritu de Dios que habita en sus corazones. Son agentes de Dios solidarios con los más necesitados. Su vida transformada hace de sus miembros instrumentos de la justicia para enfrentar la realidad miserable. En palabras de Pablo, la vocación de estos “como resucitados” es “reproducir la imagen de Cristo, el hijo primogénito de muchos” (Rm 8, 29). Son los Cristos multiplicados al ser habitados por el Espíritu de Dios.
Estos agentes de Dios se orientan por las tendencias del Espíritu, que son vida y paz. Se orientan por lo espiritual, y no por lo carnal, que destruye y daña a las personas y comunidades y conduce a la muerte (8,5-9). Los frutos del Espíritu evidencian claramente la espiritualidad liberadora de quien camina como resucitado. Los frutos del Espíritu son todo lo bello y bueno que dignifican las personas y comunidades. Son producto de la praxis de los agentes de Dios. Praxis no opcional, sino manifestación del Espíritu a través de sus hijos e hijas en la historia presente.
La creación espera la revelación de estos hijos e hijas de Dios para que la liberen. Quienes viven como resucitados saben que “la creación gime dolores de parto”. El espíritu de los hijos e hijas gime en solidaridad con ella y en medio de la flaqueza viene el Espíritu Santo en solidaridad, intercediendo con gemidos inefables (8.8-27). Los gemidos de la Creación, de los hijos y del Espíritu reflejan una espiritualidad solidaria y urgente de una praxis en el ahora, basada en la esperanza (8.24-25).
En tercer lugar, quienes caminan como resucitados sienten que tienen poder. El poder del Espíritu Santo les transforma en personas y comunidades seguras y serenas frente a la sociedad hostil, principalmente frente a los poderosos y avaros sin escrúpulos para imponerse en medio de los débiles. Las personas consideradas como insignificantes por una sociedad que excluye, discrimina y aplasta son “empoderadas” por el Espíritu Santo y dignificadas al rango de hijas de Dios. El Espíritu les hace sentir su fuerza y dinamismo para desenmascarar sin miedo la mentira que envuelve el sistema pecaminoso.
En cuarto lugar, quienes, personas o comunidades, caminan como resucitados son capaces de sentirse libres y con poder porque se sienten acompañados por Dios. El Espíritu de Dios ha hecho alianza con su espíritu para dar testimonio de la relación familiar entre Dios y sus criaturas. Este acompañamiento permite el continuo aprender diario bajo la sabiduría de Dios y el no sentirse solo y abandonado en momentos difíciles, cuando hay que discernir o cuando se necesita del consuelo de Dios o de una sacudida. El diálogo permanente con Dios en quienes caminan como resucitados ayuda a sentirse acompañados por algo más que los hermanos y hermanas de la comunidad: Sentir la trascendencia en el corazón hace ver las cosas chicas y grandes con mesura y sin desesperación.
En quinto lugar, quienes intentan vivir el futuro en el ahora son inundados de un sentimiento alegre frente al don de la vida. Esta alegría no es ni cínica ni artificial. En medio de los fracasos pueden proyectarse a lo que será. Su actitud es semejante a los sobrevivientes. Aman la vida y dan gracias a Dios por ella. Disfrutan de la gratuidad, y valoran la gracia, la misericordia y el perdón. Esto parece incomprensible para la racionalidad, pero es ve r- dad en la práctica cotidiana. La alegría de los resucitados se entiende mejor cuando se ubica junto con las demás características de esta manera de vivir “el ya” en el “todavía no”. Se trata del “gloriarnos hasta en las tribulaciones” de Rm 5. 5.
En sexto lugar, quienes viven como resucitados están llenos de esperanza, que es la que, de hecho, sustenta su espiritualidad. Para Pablo, los sufrimientos del hoy son muchos, aunque inigualables a la que se espera al final de los tiempos (cf. Rm 8.18). Esta fe en la promesa de la liberación total escatológica de la creación y de la humanidad hace posible resistir el presente (cf. Rm 8.24-25)
En último lugar, quienes viven como resucitados son quienes se sienten amados por Dios: sin una certeza del amor de Dios no puede haber una esperanza sólida frente a los sufrimientos del mundo
Sentirse verdaderamente amados por Dios es la clave para poder acoger el desafío de vivir en el mundo de ahora como resucitados. Frente a la gracia no hay condenación para quienes viven en el Espíritu del Mesías Jesús. Dios no condena: ama. Y su amor es tan grande que nada podrá separarnos de él. Para Pablo, el amor de Dios por sus hijos e hijas es tan fuerte que ni la espada ni la opresión, ni el hambre ni la desnudez , ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni lo alto ni lo profundo, es decir, absolutamente nada, puede separarnos del amor de Dios. Este amor es el fundamento que sostiene una espiritualidad liberada y liberadora de quienes se atreven a vivir hoy como resucitados en América Latina y en el Caribe.
El desafío de vivir como resucitados. Reflexión sobre romanos 6 y 8,
Revista Pasos, nº 102 (2002)
pág. 5-10
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