Valles, Carlos G. / DEJAR A DIOS SER DIOS, Imágenes de la Divinidad
(12.a edición) 1977 Editorial SAL TERRAE, Santander
«Las imágenes, he de suponer, sirven de algo; de lo contrario, no serían tan populares. (Poco importa que sean cuadros o estatuas fuera de la mente o productos de la imaginación dentro de ella). Sin embargo, su peligro es para mí evidente. Imágenes del 'Santo' fácilmente se hacen ellas mismas santas, sacrosantas, aun
cuando, de hecho, no lo son. Mi idea de la divinidad no es ella misma divina. Mi idea de Dios ha de ser hecha pedazos una y otra vez. Dios mismo se encarga de ello. El es el gran iconoclasta. ¿No podríamos casi decir que ese hacer pedazos su propia imagen es uno de los signos de su presencia? La encarnación es el
ejemplo supremo: deja todas las previas ideas del Mesías reducidas a polvo. A muchos les ofende esta destrucción de imágenes antes veneradas. ¡Bienaventurado el que no se escandaliza de ello!»
- S. LEWIS
La fuerza de los monzones / pág. 157
La fuerza de los monzones
La estación de los monzones, o estación de las lluvias, se llama en la India el «cuatro-meses», porque, en efecto, dura cuatro meses, de julio a octubre en mi región, y separa el verano, cálido y seco, del invierno, templado y seco. No es que esos cuatro meses esté lloviendo todos los días día y noche, sino que lo que haya de llover durante todo el año lo hace en esos meses, y a veces, sí, con una violencia e intensidad que parece que las nubes quieren desquitarse de los ocho meses en que tienen prohibido descargar una sola gota de agua por mucho que la pidan el suelo reseco y la gente sofocada por el calor. La lluvia llega a torrentes, sin avisar, convierte las calles en ríos en cuestión de minutos y se mofa de paraguas e impermeables, haciéndolos inservibles en el torbellino húmedo que lo llena todo, se mete por todo, inunda y empapa todo sin dejar otra defensa que la resignación y el aguante y cambiarse de ropa al llegar a casa... que al menos estará seca si es que uno ha tenido la precaución de dejar todas las ventanas bien cerradas y atrancadas antes de marcharse.
El aguante es virtud nacional en la India, y la gente sabe mojarse con gracia, con estilo, sabe sonreír bajo la lluvia y andar con la ropa pegada al cuerpo y el pelo chorreando, casi formando parte ellos mismos de la naturaleza húmeda en que la tierra entera se revitaliza durante los cuatro meses. Yo en eso no he llegado a ser indio, y me sigue molestando el mojarme, preocupado además por la superstición occidental de que si me mojo pillaré un catarro. Por eso procuro salir lo menos posible esa temporada, como, según he dicho, hacen los monjes jainistas, aunque por distintas razones. Pero de todos modos, en los muchos años en que viví de casa en casa de limosna (en eso sí que hacía como los monjes jainistas) tenía forzosamente que venir todos los días a las once de la mañana a dar clase en la universidad, y volver a las cinco de la tarde a la casa en que me alojara aquel día. Lo hacía en bicicleta, y eso suponía una media hora de pedalear en medio del tráfico anárquico de hora punta por calles imposibles y semáforos de adorno.
A pesar de todo, a mí me encanta ir en bicicleta, una de las máquinas más eficientes inventadas por el hombre en relación esfuerzo-rendimiento, sin dependencia de gasolina ni problemas de aparcamiento, y con vista perfecta de quién viene y quién va por la calle, bastando una mano alzada a punto para saludar a un conocido en la ciudad amiga. Pero en los «cuatro meses
» mi querida bicicleta se convertía en un tormento.
La lluvia. Quien no haya experimentado qué es pedalear bajo la lluvia, que lo pruebe. La cortina de agua implacable, la calle inundada que no deja ver los hoyos en el pavimento, la espera inerme en los atascos de tráfico bajo el baño total, el agua a media rueda (que más parece estar uno haciendo esquí acuático que ir a dar clase de matemáticas). Temía yo al cielo en aquellos días, y al acercarse la hora de coger la bici miraba insistentemente por la ventana a las nubes
ceñudas. ¿Lloverá? ¿aguantará? Entonces recorría yo a la oración. ¡Señor, que no llueva! Que aguante esta media hora que me va a costar llegar de esta casa a la universidad. Ya tienes todo el día y la noche para llover, y tú eres quien regulas el clima y riges las estaciones. Tú eres Señor de cielo y tierra, a ti te obedecen las nubes, y ni una gota de agua cae del cielo sin tu permiso. Tú me ves a mí y me amas, y cuidas de mí con más cariño, dijiste, que una madre cuida del hijo de sus entrañas. Si dependiese de mi madre que lloviera ahora o no, sabes muy bien que no llovería. ¿Y vas tú a ser menos? Yo creo en tus promesas, tengo fe en tu palabra, sé que has dicho «pedid y recibiréis», y con esa confianza absoluta te pido que no llueva esta media hora y me dejes llegar seco a clase. Te doy ya las gracias por haberme oído, y me lanzo a la calle con alegría, fiándome de tu amor y de tu poder. Amén.
Eran los días de mi fervor carismático, y me daba verdadero gusto emplearme a fondo en la oración de aquella manera, especialmente en la oración de petición concreta y valiente, que es la medida de la fe y del compromiso decidido ante Dios. Pedir por la salvación de las almas y el bien de la humanidad está muy bien; pero, como no se pueden medir los resultados, es una oración blanda y cómoda que no compromete a nada y no hace mella en el alma de quien reza. Pero pedir con esperanza directa que no llueva en mi camino la próxima media hora es dar la cara
y arriesgarse a poner a prueba la fe y enfrentarse con las consecuencias que se sabrán bien pronto. Para mí la oración comprometida era tal gozo que me alegraba tener esa ocasión diaria para practicarla, y a ella me entregaba sin restricciones. Incluso si llovía a torrentes por la mañana, me atrevía a pedir que parase para cuando llegara mi hora de salir. Si el poder de Dios no tiene límites, ¿por qué ha de tenerlos mi fe en él? Y volvía a templar mi fe en el crisol de la petición. La estación de las lluvias se convertía en estación de gracias y fervor.
Más de una vez me ocurrió salir con un cielo negro de amenazas, efectuar mi recorrido al borde del sobresalto, llegar justo a refugiarme en el portal de la universidad, y en aquel mismo momento, cuando ya estaba yo a cubierto, desatarse la tromba y llenarse el mundo de agua. Y yo sonreía en la firmeza de mi fe. ¡Gracias, Señor! Has detenido a tus nubes como con la mano, mirando cuidadoso el momento en que yo estaba a salvo y retirando entonces tus dedos protectores para que sigan su curso los monzones. ¡Qué alegría da ver tu poder y sentir tu cariño en la realidad tangible de las vicisitudes diarias! Ni un pelo de nuestras cabezas cae sin ordenarlo tú, y ni una gota de agua abandona las nubes sin tu permiso. Eres Señor y eres Padre, y es un gozo vivir en tu casa y bajo tu protección. Si tienes cuidado de que no me moje hoy, ¡cuánto más tendrás de que no se lastime mi alma y sufra yo en mi persona los males del espíritu ahora y para siempre! ¡Bendita la lluvia que así hace verdear mi fe!
No siempre sucedía así. A veces me mojaba solemnemente y llegaba hecho una sopa al pórtico ya inútil. Entonces redoblaba mi esfuerzo impetratorio, y pensaba y decía: Me he mojado, Señor, a pesar de mi oración y mi fe; pero acepto la lluvia de tu mano, respeto tus juicios y admito que, aunque yo no entiendo tu proceder, responde en los misterios de tu providencia a mis oraciones ardientes, y lo que haces lo haces por mi bien, y así te doy las gracias, húmedas esta vez, con el mismo fervor que si hubiera llegado seco. Y mañana volveré a rezar ante las nubes como si no me hubiera mojado hoy. Alabado seas para siempre.
Así seguían mis reflexiones, y así seguían los cuatro meses. Todo iba bien, ya que, llegase seco o mojado, siempre encontraba la manera de justificar a Dios y robustecer mi fe. Pero también era un hecho que la incidencia oración-remojón traía una cierta tensión a mi espíritu, tensión que aumentaba secretamente al repetirse las mojaduras inevitablemente, pues cuatro meses son muchos días, y los monzones son vientos húmedos. Es fácil reaccionar las primeras veces y salir
triunfante del desengaño; pero, a la larga, la misma honestidad se impone y la acción de gracias conla ropa empapada y los huesos calados se hacía más difícil. La tensión, que yo me ocultaba a mí mismo y no quería reconocer, aumentaba peligrosamente bajo la lluvia.
Un día estaba yo a punto de llegar sano y salvo con el cantar de alabanza en los labios cuando, en el último momento, reventaron las nubes, se desató el temporal y me pilló de lleno antes de llegar a puerto. Se me escapó la queja: «Señor, ¿no podías haber esperado un minuto?» Y al día siguiente pasó lo mismo. Ya era demasiado. No podía seguir fingiéndole a Dios ni a mí mismo. Fue aumentando en mí el resentimiento oculto y la frustración ante mis propios esfuerzos para reconciliar mi oración con los hechos innegables. Al fin, un día, después de una experiencia similar, sequé y limpié como pude mi bicicleta, me fui a la capilla todavía chorreando agua y, con gran paz y serenidad, le dije al Señor: «Mi relación contigo me importa más que el mojarme o no, y veo que mis esfuerzos de oración están poniendo en peligro esa relación, en vez de estrecharla como yo esperaba. No puedo luchar contra la realidad y decirte que estoy encantado y te doy las gracias, cuando te he rogado que me dejes llegar sin mojarme y llego hecho una sopa. Me conoces bien y sabes que no me gusta ser artificial y decir lo que no siento. Vamos a acabar con esto, y nos irá mejor a los dos. Desde este momento y para siempre te libero de cualquier obligación que tengas de escuchar mis oraciones por tus promesas, por claras y repetidas que sean en tu propio evangelio; de modo que quedas en libertad total de obrar conmigo como mejor te parezca en cada momento.
Deja actuar a los monzones como si yo no existiera, y no te peocupes de cambiar la meteorología por mi causa. Y lo mismo vale de cualquier otra circunstancia en mi vida. Deseo que actúes conmigo con toda libertad y sin restricciones de ninguna clase, y no te creas obligado a responder a lo que yo piense o espere de ti. Ahora bien, entiendo que también yo quedo en libertad de portarme contigo como yo juzgue mejor en cada caso, aunque mi conducta no responda a los requerimientos oficiales que de ti vienen. Y tan amigos como antes».
Fue un gesto tan natural y espontáneo que a mí mismo me pilló por sorpresa. Pero la paz que me trajo desde el primer momento y el aumento de intimidad con Dios que se siguió me indicaron sobradamente que el gesto había sido auténtico y profundo. Había de tener enorme influencia en mi vida, y por eso lo he descrito en detalle. El primer efecto que tuvo fue el de reconciliarme con los monzones. Hasta entonces había yo temido la lluvia y odiado el mojarme.
Ahora me importa menos. Y entendí por qué. Antes la lluvia me traía dos males: el remojón y, mucho peor, el resentimiento contra Dios, que había prometido oírme y no lo había hecho; resentimiento que era tanto más peligroso y dañino cuanto que yo no lo quería reconocer y lo tapaba con forzados aleluyas.
Ahora seguía mojándome lo mismo que antes, ya que las nubes seguían su curso como siempre lo habían hecho; pero era sólo un mal: el mojarme. Ya no había resentimiento y, al no haberlo, la misma mojadura resultaba más tolerable; todo se reducía a secarme y cambiarme de ropa, sin las contorsiones místicas de antes para justificar teológicamente el remojón.
Me mojaba como se moja todo el mundo cuando le agarra la lluvia, y se acabó. Ya no había tragedia en los monzones, sino dejar que la naturaleza cumpliera sus leyes y aceptarlas tranquilamente. Cuatro meses de paz.
Digo que fue gesto espontáneo e inesperado, y es verdad; pero al analizarlo en la calma de los días siguientes comprendí que le había precedido una larga preparación. La preparación inmediata de los días de lluvia, con la marea de sentimientos encontrados que iba subiendo en mí a golpe de nube, la actitud de claridad y sinceridad con Dios que ya regía mis relaciones con él y, más a la larga, ese contacto fecundo con otras maneras de entender a Dios y relacionarme con él en otras religiones, que por eso he descrito en los capítulos anteriores a éste, ya que son su preparación y su explicación. Dios no estaba limitado por el concepto que yo había tenido hasta entonces de él (por bello y verdadero y consolador y ayuda constante que sí que había sido), y yo estaba preparado ahora a dejarle salirse del molde y enfrentarse conmigo en libertad. Me costó mucha sinceridad y muchos remojones, pero la ganancia era trascendental.
Todo lo que sea ganar en profundidad y verdad y libertad en el trato con Dios es ganar en el sentido y la fruición más real de la vida, llámese ello autorrealización o gloria de Dios, que todo es uno si se sabe entender. Nunca había tenido yo una experiencia como ésa. Entendámoslo bien: no es que yo liberase a Dios de sus promesas, sino que me había liberado a mí mismo de la imagen del Dios limitado por sus promesas. Esa era la conquista. Yo estaba aferrado a una imagen que me había acompañado y sostenido durante media vida, y el dejar ahora que esa imagen diera paso a otra más amplia y distinta era avance espiritual para mí. Y tanto más consolador cuanto que el avance era en dirección a una mayor libertad (y, por tanto soberanía) de Dios y a una mayor confianza (y, por consiguiente, intimidad) mía con él. Dejar a Dios ser Dios, dejarle salirse de sus propios cánones y de su propio evangelio si así lo desea. Dejarle ser totalmente libre, no en sí mismo, que ya lo es eternamente, sino en sus relaciones conmigo, que están ligadas, atadas, condicionadas por tradiciones y promesas y mandamientos y modos de entenderlos yo que limitan mi modo de ver a Dios y, en consecuencia, mi modo de portarme con él. Todas esas reglas y determinaciones son legítimas y dignas de todo respeto, pero Dios está por encima de ellas, y reconocerlo es adorarlo. Esa es la difícil liberación.
Y al reconocer en la práctica la libertad suprema de Dios para conmigo, recibo en respuesta el don gratuito de una mayor libertad en mí para con él. Vuelvo al tema de mi libro: que el concepto que de Dios tengo influencia mi vida y rige mi conducta (al mismo tiempo que la refleja y es fruto de ella), y así, al concebir a un Dios más libre en su trato conmigo, yo mismo alcanzo mayor libertad en mi trato con él. No es fácil sentirse libre ante Dios. Todos preferimos en la práctica la seguridad de las reglas y la legalidad de las instituciones como refugio de nuestra fragilidad y garantía de perdón y gracia. Y tenemos pleno derecho a ello. Pero el día en que Dios se nos muestra, aunque sea en la turbulencia de los monzones, y nos invita a una mayor cercanía que conlleva dejar atrás trámites legales y fiarse el uno del otro en confianza mutua, hay que responder a la llamada, dejar atrás la burocracia espiritual y vivir en libertad.
Romper un molde, sobre todo un molde de tantos años y de tanta importancia, inaugura una nueva etapa en la vida, pues no se trata precisamente de pasar de un molde a otro, sino de salir del primero y único hasta ahora y, al cortar la dependencia de algo que parecía indispensable y no lo es, abrirse no ya a otro modelo concreto, sino a una sucesión de ellos, o a un modelo cambiante, o incluso a ningún modelo, a un no-modelo, que ya todo es posible cuando se ha suprimido el monopolio de la primera uniformidad. Dios tiene sorpresas cuando nosotros estamos dispuestos a dejarnos ser sorprendidos. Aunque la estación acude a su cita con regularidad cósmica, como acuden las estrellas en el cielo y las mareas en el mar, el comienzo, la violencia, el ritmo, la duración, la despedida son siempre distintos y hacen inconfundible e inolvidable cada estación de los monzones. Para mí hay una que lo fue más que las otras.
«La voz del Señor sobre las aguas,
el Dios de la gloria ha tronado,
el Señor sobre las aguas torrenciales.
La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es magnífica,
La voz del Señor descuaja los cedros,
el Señor descuaja los cedros del Líbano.
El Señor se sienta por encima del aguacero,
el Señor se sienta como rey eterno.
El Señor da fuerza a su pueblo,
el Señor bendice a su pueblo con la paz».
(Salmo 29).
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