sábado, 21 de octubre de 2017

La gracia cara (fragmento) / por Dietrich Bonhoeffer

La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar, es el perdón malbaratado, el consuelo malbaratado, el sacramento malbaratado, es la gracia como almacén inagotable de la Iglesia, de donde la toman unas manos inconsideradas para distribuirla sin vacilación ni límites; es la gracia sin precio, que no cuesta nada. Porque se dice que, según la naturaleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta factura ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis. Los gastos cubiertos son infinitamente grandes y, por consiguiente, las posibilidades de utilización y de dilapidación son también infinitamente grandes. Por otra parte, ¿qué sería una gracia que no fuese gracia barata?

La gracia barata es la gracia como doctrina, como principio, como sistema, es el perdón de los pecados considerado como una verdad universal, es el amor de Dios interpretado como idea cristiana de Dios. Quien la afirma posee ya el perdón de sus pecados. La Iglesia de esta doctrina de la gracia participa ya de esta gracia por su misma doctrina. En esta Iglesia, el mundo encuentra un velo barato para cubrir sus pecados, de los que no se arrepiente y de los que no desea liberarse. Por esto, la gracia barata es la negación de la palabra viva de Dios, es la negación de la encarnación del Verbo de Dios. La gracia barata es la justificación del pecado y no del pecador.

Puesto que la gracia lo hace todo por sí sola, las cosas deben quedar como antes. «Todas nuestras obras son vanas». El mundo sigue siendo mundo y nosotros seguimos siendo pecadores «incluso cuando llevamos la vida mejor». Que el cristiano viva, pues, como el mundo, que se asemeje en todo a él y que no procure, bajo pena de caer en la herejía del iluminismo, llevar bajo la gracia una vida diferente de la que se lleva bajo el pecado. Que se guarde de enfurecerse contra la gracia, de burlarse de la gracia inmensa, barata, y de reintroducir la esclavitud a la letra intentando vivir en obediencia a los mandamientos de Jesucristo. El mundo está justificado por gracia; por eso -a causa de la seriedad de esta gracia, para no poner resistencia a esta gracia irreemplazable- el cristiano debe vivir como el resto del mundo.

Le gustaría hacer algo extraordinario; no hacerlo, sino verse obligado a vivir mundanamente, es sin duda para él la renuncia más dolorosa. Sin embargo, tiene que llevar a cabo esta renuncia, negarse a sí mismo, no distinguirse del mundo en su modo de vida. Debe dejar que la gracia sea realmente gracia, a fin de no destruir la fe que tiene el mundo en esta gracia barata. Pero en su mundanidad, en esta renuncia necesaria que debe aceptar por amor al mundo -o mejor, por amor a la gracia- el cristiano debe estar tranquilo y seguro (securus) en la posesión de esta gracia que lo hace todo por sí sola. El cristiano no tiene que seguir a Jesucristo; le basta con consolarse en esta gracia. Esta es la gracia barata como justificación del pecado, pero no del pecador arrepentido, del pecador que abandona su pecado y se convierte; no es el perdón de los pecados el que nos separa del pecado. La gracia barata es la gracia que tenemos por nosotros mismos.

La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de los pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado. La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga.

La gracia cara es el Evangelio que siempre hemos de buscar, son los dones que hemos de pedir, es la puerta a la que se llama. Es cara porque llama al seguimiento, es gracia porque llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia porque justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo -«habéis sido adquiridos a gran precio»- y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros. Es gracia, sobre todo, porque Dios no ha considerado a su Hijo demasiado caro con tal de devolvernos la vida, entregándolo por nosotros. La gracia cara es la encarnación de Dios.

La gracia cara es la gracia como santuario de Dios que hay que proteger del mundo, que no puede ser entregado a los perros; por tanto, es la gracia como palabra viva, palabra de Dios que él mismo pronuncia cuando le agrada. Esta palabra llega a nosotros en la forma de una llamada misericordiosa a seguir a Jesús, se presenta al espíritu angustiado y al corazón abatido como una palabra de perdón. La gracia es cara porque obliga al hombre a someterse al yugo del seguimiento de Jesucristo, pero es una gracia el que Jesús diga: «Mi yugo es suave y mi carga ligera».

Dos veces escuchó Pedro la llamada: «Sígueme». Fue la primera y la última palabra dirigida por Jesús a su discípulo (Mr. 1.17; Jn. 21.22). Toda su vida se encuentra comprendida entre estas dos llamadas. La primera vez, al borde del lago de Genesaret, Pedro, al escuchar el llamamiento de Jesús, había abandonado sus redes, su profesión, y le había seguido confiando en su palabra. La última vez, el resucitado vuelve a encontrar a Pedro al borde del lago de Genesaret, ejerciendo su antigua profesión, y le repite: «Sígueme». Entre ambas se desarrolla toda una vida de seguimiento de Cristo. En el centro se halla la confesión en la que Pedro reconoce a Jesús como el Cristo de Dios. Tres veces, al principio, al fin y en Cesarea de Filipo, Pedro ha oído anunciar la misma cosa: Cristo es su Señor y su Dios. Es la misma gracia de Cristo la que le llama: «Sígueme», y que se revela en su confesión del Hijo de Dios.

Tres veces se ha detenido en el camino de Pedro la gracia, la  única gracia anunciada de tres formas diferentes; así quedaba claro que era la gracia propia de Cristo, y no una gracia que el discípulo se habría atribuido personalmente. Fue la misma gracia de Cristo la que triunfó sobre el discípulo, llevándole a abandonar todo a causa del seguimiento, la que suscitó en él la confesión que debía parecer blasfema al mundo; fue la misma gracia la que llamó  al infiel Pedro a entrar en la comunión definitiva del martirio, perdonándole así todos sus pecados. En la vida de Pedro, la gracia y el seguimiento están indisolublemente ligados. Él había recibido la gracia cara.

Con la extensión del cristianismo y la secularización creciente de la Iglesia, la noción de gracia cara se perdió gradualmente. El mundo estaba cristianizado y la gracia se había convertido en el bien común de un mundo cristiano. Se la podía adquirir muy barata. Y, sin embargo, la Iglesia romana conservó un resto de esta noción primera. Fue de enorme importancia que el monaquismo no se separase de la Iglesia y que la prudencia de la Iglesia soportase al monaquismo. En este lugar, en la periferia de la Iglesia, se mantuvo la idea de que la gracia es cara, de que la gracia implica el seguimiento. Unos hombres, por amor a Cristo, perdían todo lo que tenían e intentaban seguir en la práctica diaria los severos preceptos de Jesús. La vida monacal se convirtió en una protesta viva contra la secularización del cristianismo y el abaratamiento de la gracia.


Pero la Iglesia, soportando esta protesta y no dejándola desarrollarse hasta sus últimas consecuencias, la relativizó; más aún, sacó de ella misma la justificación de su propia vida secularizada; porque ahora la vida monacal se convirtió en la proeza aislada de unos pocos, a la que no podía obligarse a la masa del pueblo de la Iglesia. La funesta limitación de la validez de los preceptos de Jesús para un grupo de hombres especialmente cualificados condujo a distinguir un nivel superior y otro inferior en la obediencia cristiana. Con esto, en todos los ataques posteriores contra la mundanización de la Iglesia, podía indicarse la posibilidad de seguir el camino del monaquismo en el interior de la Iglesia, al Iado del cual estaba perfectamente justificada la eventualidad de otro camino más fácil.

sábado, 14 de octubre de 2017

La santidad de Dios: Esa que experimentó Isaías por J. I. Packer



Una joven le preguntó cierta vez a un amigo mío: ¿En alguna oportunidad se encontró usted con el escritor C.S. Lewis?, Sí -replicó mi amigo En realidad, lo traté bastante. La joven permaneció en silencio por un momento y luego dijo tímidamente: ¡¿Cierto?! ¡¿Me permite que lo toque?! Mi amigo se echó a reír. Y al notar la admiración que esa muchacha sentía por Lewis, le contó algunas anécdotas que había vivido junto al conocido escritor.
A decir verdad, muchos somos los que apreciamos lo que Dios ha hecho a través de hombres como C. S. Lewis. Esas mentes lúcidas que trataron tantos temas con tanta claridad constituyen una riqueza invaluable en la historia de la iglesia. Pero hay algo mucho más grandioso que encontrarse con los famosos: es encontrarse con Dios mismo.

Un día todos nosotros nos encontraremos con Dios. Nos veremos a nosotros mismos parados ante El para su juicio. Si dejamos a este mundo sin perdón, será un evento terrible, fatal. Sin embargo, El ha provisto un modo de arreglar nuestras cuentas aquí, tener un encuentro con El en esta etapa, quitando todo el terror posible a ese futuro encuentro. Es posible que gente imperfecta como nosotros pueda vivir y morir en el conocimiento de que nuestra culpa se ha ido y que el amor -tanto el amor de Dios por nosotros como el nuestro por él- se haya establecido en una unidad gozosa que nada puede destruir. La manera en que se realiza ese encuentro por el que nos introduce en su gran gracia, sin embargo, no siempre es de completo bienestar. Hay quienes vivieron momentos traumáticos, como más adelante veremos en el caso de Isaías.

EL VERDADERO ENCUENTRO
¿Quién puede decir que ha visto a Dios? Ciertamente no aquellos que niegan su realidad y la posibilidad de conocerlo. Tampoco quienes no van más allá de decir “Creo que Alguien está allí”. Nos encontramos verdaderamente con Dios por medio de reconocer a su Hijo, Jesucristo, como el Camino, la Verdad y la Vida. Nos encontramos con Dios al entrar en una relación de dependencia con Jesús, como nuestro Salvador y Amigo, en un discipulado como nuestro Señor y Maestro. Esta respuesta nos obliga a decir que nadie encuentra a Dios -nadie encuentra a Cristo- hasta que la experiencia crucial de Isaías comienza a ser realidad en su propia vida.

¿QUE PASO CON ISAÍAS?
Necesitamos comprender lo que Isaías aprendió a través de su visión.
El la tuvo en el Templo. Naturalmente había ansiedad por el futuro, debido a la situación política, y cualquier tipo de trauma lleva a la gente a orar, a clamar a Dios. No es nada descabellado suponer que Isaías estaba en el templo para orar por el futuro de su pueblo.
El hecho de que éste sea el capítulo 6 de la profecía y no el capítulo 1 -donde Isaías nos dice que la palabra del Señor vino a él durante el reinado de Uzías, así como también de aquellos reinados que le siguieron (ver 1.1)- sugiere que ya era un profeta activo y que su deseo era saber cuál era su mensaje para el pueblo, motivo por el cual había venido al Templo en esta ocasión.
Uzías, como 2do. Crónicas enfatiza (ver 26.8,15-16), había sido un rey fuerte bajo el cual Judá había gozado de seguridad y prosperidad. Ahora el reino iba a pasar a su hijo Jotám, quien contaba con poco más de veinte años de edad. Nadie sabía qué clase de rey iba a resultar, por lo que todo Judá, incluyendo a Isaías, debió haberse inquietado por el bienestar nacional. Pero Dios se manifestó forzando al profeta a pensar en sí mismo y en su propia relación con Dios de una manera que nunca lo había hecho antes.
Demasiadas veces pensamos en Dios como alguien que está allí simplemente para ayudarnos. Buscamos sus auxilios y fuerzas para salir adelante bajo presiones extremas en lugar de atender nuestra necesidad real: la cual es enderezar nuestra relación distorsionada con él. Es parte de la misericordia de Dios el quebrar nuestros intentos de atarlo a nuestros propósitos, forzándonos a poner primero lo primero. Pero tal misericordia puede tener un aspecto temible, como Isaías descubrió.
Al profeta le fue mostrada la santidad de Dios. Vio al Señor en su trono, según nos dice, y a los ángeles adorándole mientras volaban ante el trono. Ellos decían: “Santo Santo, Santo es el Señor de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria” (6.3).
¿Qué mensaje recibió Isaías por lo que vio y oyó? Si usted busca la palabra santo en un diccionario de teología, encontrará que en ambos testamentos es una palabra que se aplica primariamente a Dios y expresa todo lo que lo separa de nosotros, haciéndolo diferente; todo lo que lo ubica por encima nuestro, haciéndolo digno de adoración y temor; y todo lo que lo opone a nosotros haciéndolo objeto de verdadero terror. El pensamiento básico que la palabra lleva es la separación de Dios con nosotros y de contraste entre lo que lo que él es y lo que nosotros somos. Ese fue el contraste que percibió Isaías en aquella ocasión.
Fue como si Isaías hubiera estado viendo una ópera. El humo invadía la escena y los quiciales (los grandes marcos de los portales) se estremecían por el profundo sonido de la voz de cada uno de los ángeles. Allí este hombre apreció que la santidad de Dios es algo terrible de contemplar. Al enfrentarse con Dios se convenció de que no había esperanza para él a causa de su pecado. Pero mientras tanto los ángeles celebraban la santidad de Dios en el más amplio sentido de la palabra, trayendo ante Isaías la conciencia de la infinita sabiduría y el ilimitado poder de Dios, así como también de su terrible pureza.

LA SANTIDAD DE DIOS
Enfoquemos ahora la santidad de Dios en su sentido completo e inclusivo. Pensemos en esto como luz, como un espectro de distintas cualidades que en su combinación constituyen la santidad. La narración de Isaías nos pone ante cinco realidades acerca de Dios en una combinación cuyo nombre apropiado es santidad.

“Cuyo dominio es sempiterno su reino por todas las edades”
Su señorío de la primera realidad que deseo manifestar. Para usar una palabra que les encanta a los teólogos, podemos hablar de soberanía. Esa es la primera de las realidades. La Biblia lo dice en cortas palabras: “¡El Señor reina; Dios es Rey!”
Isaías se encontró con un símbolo visual de señorío: Dios sentado en un trono. Otras personas en las Escrituras han visto también este símbolo. Ezequiel, por ejemplo, vio el trono de Dios viniendo hacia él desde una nube, con criaturas vivientes actuando como una especie de carro con ruedas girando en todos los ángulos en relación de unas con otras debajo del trono, donde uno hubiera esperado ver las patas del trono. Las criaturas vivientes y las ruedas eran, ambas, emblemas de energía interminable; Dios es el trono es infinita y eternamente poderoso. Ezequiel nos dice que el trono estaba en alto por encima de él, y enorme, y su impresión fue que una figura como de un hombre se hallaba sentado sobre él. (Ez. 1). Así también el trono que vio Isaías era alto y enorme; “el borde de sus vestiduras (de Dios) llenaban el Templo”.
La visión de Dios como Rey aparece frecuentemente en la Biblia. Los Salmos proclaman que Dios reina. Juan vio “un trono en el cielo con alguien sentado sobre él” (Ap. 4.2) (“Un trono establecido en el cielo, y en el trono, uno sentado”). Y 1 Reyes 22 nos cuenta de Micaías, el fiel profeta a quien Acab puso en prisión porque lo había amenazado con el juicio divino. Por pedido de Josafat, Micaías fue traído de la prisión para contestar la pregunta que dos reyes juntos le hacían: ¿Debía Acab, con ayuda de Josafat, intentar recapturar Ramot de Galaad de los sirios? La escena a la cual Micaías fue conducido era impresionante: “Vestidos de sus ropas reales, el rey de Israel -Acab- y Josafat, rey de Judá, estaban sentados cada uno en su silla en la plaza... y todos los profetas -unos cuatrocientos- profetizaban delante de ellos. Fue una ocasión oficial grandiosa. Sin duda había también una multitud admirada que observaba todo lo que sucedía. Micaías, sin embargo, no fue intimidado. Primero se burló de Acab imitando a los profetas de la corte y luego le dijo lo que era verdad, que si iba a Ramot de Galaad, moriría. El secreto de la valentía de Micaías está en el versículo 19, donde él declara: “Vi a Jehová sentado en su trono”. Micaías no se acobardó al ver a los dos monarcas; ¡la visión de Dios sobre el trono en el Cielo le mostró claramente quién estaba al mando!
Esta comprensión de la soberana providencia de Dios (porque eso es en realidad) es enormemente fortalecedora. Fortaleció a Micaías; fortaleció a Juan; sin duda fortaleció a Isaías también. Saber que nada sucede en el mundo aparte de la voluntad de Dios puede asustar a los no creyentes pero fortalece a los santos. Nos asegura que Dios tiene todo calculado y que todo lo que sucede tiene un significado, podamos entenderlo o no en ese momento. Pedro razonó acerca de la cruz de este modo en su primer sermón evangelístico predicado en la mañana de Pentecostés. “Este hombre entregado por el determinado y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándolo” (Hch. 2.23). “Ustedes lo hicieron por su propia y libre voluntad”, les dice Pedro. “Ustedes son culpables de haberlo hecho y necesitan arrepentirse, pero no se atrevan a imaginar que sucedió fuera de la voluntad de Dios”. Saber que Dios está en el trono nos sostiene al estar bajo la presión del mundo y enfrentar el dolor, la hostilidad y todas las situaciones que no parecen tener sentido. Para los creyentes es una verdad sustentadora y es el primer elemento o ingrediente en la santidad de Dios.

“Las naciones le son como gota de agua”
Su grandeza es el segundo elemento. La visión era de Dios en lo alto y exaltado, con los serafines de seis alas volando ante él en adoración. Note la postura de estos; la descripción tiene algo que enseñarnos. Las dos alas que cubren las caras de cada ángel nos hablan de reverencia y cohibición en la presencia de Dios. Esto nos señala que no deberíamos entrometernos en sus secretos. Debemos vivir contentos con lo que nos ha dicho. La reverencia excluye la especulación acerca de las cosas que Dios no ha mencionado en su Palabra. La respuesta de San Agustín a un hombre que le preguntó acerca de qué estaba haciendo Dios antes de crear el mundo, fue: “Estaba haciendo el infierno para las personas que hacen preguntas como esa”. Una aguda respuesta para hacerle ver al cuestionado la irreverencia que yacía detrás de su curiosidad. Una de las cosas que me atraen de Juan Calvino es su sensibilidad al misterio de Dios; la realidad de lo no revelado y su renuncia a ir un paso más allá de lo que dicen las Escrituras. El y Agustín nos aseguran que podemos estar contentos de no saber lo que las Escrituras no nos dicen. Cuando alcanzamos los límites más externos de lo que las Escrituras dicen es hora de parar con los argumentos y comenzar con la adoración. Esto es lo que nos enseñan las caras cubiertas de los ángeles.
Dos alas cubrían los pies de cada ángel; la modestia y la humildad ante la presencia de Dios. Ese es otro aspecto de la verdadera adoración. Los adoradores genuinos desean desaparecer del cuadro para no llamar la atención hacia ellos mismos, para que todos puedan concentrarse, sin distracción, en Dios únicamente. Un cristiano debe aprender que no puede presentarse a sí mismo como un gran predicador y maestro si quiere presentar a Dios como un gran Dios y a Cristo como el gran Salvador. Sólo cuando el yo se hunde Dios podrá ser exaltado, yendo ante su presencia con humildad y modestia. “Es necesario que El crezca, pero que yo mengüe” (Jn. 3.30).
Otra característica de los ángeles era que cada uno volaba en dos alas, tal como lo hacen los colibríes, listos para partir. Tal disponibilidad pertenece al verdadero espíritu de adoración. Adoración que reconoce el señorío y la grandeza de Dios. Adoración obediente, disponible.
Nuestra adoración, como la adoración de los ángeles, debe incluir los elementos de reverencia, humildad y disponibilidad para servir, o estaremos, en realidad, rebajando a Dios, perdiendo de vista su grandeza y poniéndolo a nuestro nivel. Debemos examinarnos a nosotros mismos: la irreverencia, la presunción y la parálisis espiritual frecuentemente desfiguran nuestra así llamada adoración. Debemos recuperar el sentido de la grandeza de Dios que los ángeles expresaban. Si pretendemos ser “olor grato” a El, necesitamos recordar que la grandeza es el ‘número dos’ en el espectro de cualidades que conforman la santidad de Dios.

“Su gloria llena la tierra”
El tercer elemento en la santidad de Dios es su omnipresencia manifiesta. ‘Toda la tierra está llena de su gloria”, dice la Biblia. Gloria significa la presencia de Dios mostrada para que su naturaleza y poder sean hechos evidentes. En ningún lugar podemos escapar de la presencia de Dios, y nosotros, como Isaías, debemos tener en cuenta esta realidad. Para quienes aman estar en la presencia de Dios esto es una buena noticia. Es una mala para aquellos que desearían que Dios no pudiera ver lo que hacen. El salmo 139 celebra la omnipresencia de Dios y su conocimiento exhaustivo de cada creyente. Termina con la súplica de que Dios, el examinador de corazones, muestre al salmista si hay algún pecado en él que debiera eliminar. “Examíname, oh Dios,... y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno”, (v. 23-24). Nada pasa desapercibido a los ojos de Dios; todos nuestros “caminos de perversidad” son evidentes para El, no importa cuánto tratemos de esconderlos u olvidarlos. Este tercer aspecto de la santidad de Dios incomodara a cualquiera que no esté dispuesto a orar como el salmista.

“Así como El es puro”
Otro aspecto que incluye la santidad de Dios es su pureza. “Muy limpio eres de ojos para ver el mal; ni puedes ver el agravio”, dice Habacuc a Dios (1.13). La pureza de Dios es lo que la mayoría de las personas piensan cuando consideran su santidad. Isaías percibió esta pureza sin que una palabra fuera dicha. La sensación de ser inadecuado y estar contaminado para gozar de la compañía de Dios era algo abrumador. “¡Ay de mí!”, gritó, “¡que soy hombre muerto! porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de un pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los Ejércitos”. (6.5) Y así como el pecado es rebelión contra la autoridad de Dios, así también es la impureza en relación a la pureza de Dios. Como Isaías se sintió impuro ante Dios cuando reconoció su pecado, así le sucederá a cada persona cuya vida esté centrada en Dios. Esta sensación de corrupción o contaminación no es algo enfermizo ni neurótico; de ningún modo. Es natural, realista y saludable, una percepción verdadera de nuestra condición. Somos pecadores y es de sabios admitirlo.
“Soy hombre inmundo de labios”, dice Isaías pensando en particular en los pecados de palabra. La Biblia tiene mucho que decir en cuanto a este pecado porque refleja lo, que está en el corazón de una persona. “De la abundancia del corazón habla la boca” (Lc. 6.45). Podemos usar el don del habla para expresar malicia y destruir a otros. Algunos chismorrean (“el arte de confesar los pecados... ajenos”). Otros engañan, explotan y traicionan a la gente con palabras suaves y mentiras. Abaratamos la vida con charla obscena, vergonzosa y rebajarte; arruinamos las relaciones con charla desconsiderada e irresponsable. Achatamos nuestra existencia con superficialidades vanas e intrascendentes. Cuando Isaías habla de labios inmundos nos representa.
Tal vez también haya en estas palabras una referencia al ministerio profético de Isaías. ¿Era el entregar el mensaje de Dios algo santo y que glorificaba a Dios o había escondidas motivaciones carnales? Desafortunadamente, esas motivaciones aún existen; predicadores con motivos oscuros y de labios inmundos.
“Y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos “, continúa Isaías. Presumiblemente está reconociendo que él anduvo con la multitud, tomando el ejemplo de ellos y hablando como ellos lo hacían, siendo malhablado con los malhablados, siendo desviado por el mal ejemplo. Sin embargo, no pone esto como excusa. Hacer lo que hacen los demás cuando en lo profundo uno sabe que está mal es una cobardía moral que no disminuye sino aumenta la culpabilidad. La conformidad de Isaías a las costumbres impuras de la sociedad que lo rodeaba hacía que su culpa fuera mayor. Quizá como profeta y predicador hasta el momento se consideraba en una categoría diferente a la de sus compatriotas, como si el hecho de denunciar los pecados lo excluyera a él de la culpa, mientras que él se comportaba igual que todos. Pero ahora entendía mejor, él era parte de ellos y no escapaba a la culpa nacional. Por primera vez, quizá, se vio a él mismo como el conformista hipócrita que era y expresó su vergüenza. La pureza de Dios había hecho 
de él un realista moral.

“Grandes son cada mañana tus misericordias”
El quinto cierna Dios es la santidad de Dios es la misericordia, la purgante y purificante misericordia que Isaías experimentó cuando confesó su pecado. Un serafín enviado por Dios voló hacía él y le tocó sus labios con un carbón encendido del altar para traerle el mensaje de Dios, que decía: “he aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado”(v.7). Así como la verdadera convicción de pecado atañe a la pecaminosidad total y no sólo a los pecados en particular, las palabras del ángel significaban que todo el pecado de Isaías -conocido y no conocido- estaban redimidos (literalmente, quitados de la vista de Dios). La iniciativa aquí fue de Dios, como siempre sucede cuando las personas llegan a conocer su gracia. P.T. Forsyth solía insistir que la más simple, verdadera y profunda noción de la naturaleza de Dios es amor santo, la misericordia que nos salva de nuestro pecado no por ignorarlo sino juzgándolo en la persona de Jesucristo y así justificándonos. Indudablemente, Isaías habría estado de acuerdo con este concepto.

SU SANTIDAD Y NUESTRA VIDA
Nadie puede tener comunión con El de no ser por la redención que Dios mismo provee y aplica. Y nadie dará el mensaje de Dios como es debido si no tiene un conocimiento personal de su santidad, de la pecaminosidad de sus propios pecados, de la objetividad de la redención de Cristo y de la gracia de Dios al traernos a la fe y asegurarnos de perdón.
La adoración personal debe ser el apoyo principal de la vida y el ministerio del cristiano. Estos pensamientos son preciosos para mí; me mantienen orando y andando. Espero que también sean preciosos para usted y obren del mismo modo.