sábado, 21 de octubre de 2017

La gracia cara (fragmento) / por Dietrich Bonhoeffer

La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar, es el perdón malbaratado, el consuelo malbaratado, el sacramento malbaratado, es la gracia como almacén inagotable de la Iglesia, de donde la toman unas manos inconsideradas para distribuirla sin vacilación ni límites; es la gracia sin precio, que no cuesta nada. Porque se dice que, según la naturaleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta factura ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis. Los gastos cubiertos son infinitamente grandes y, por consiguiente, las posibilidades de utilización y de dilapidación son también infinitamente grandes. Por otra parte, ¿qué sería una gracia que no fuese gracia barata?

La gracia barata es la gracia como doctrina, como principio, como sistema, es el perdón de los pecados considerado como una verdad universal, es el amor de Dios interpretado como idea cristiana de Dios. Quien la afirma posee ya el perdón de sus pecados. La Iglesia de esta doctrina de la gracia participa ya de esta gracia por su misma doctrina. En esta Iglesia, el mundo encuentra un velo barato para cubrir sus pecados, de los que no se arrepiente y de los que no desea liberarse. Por esto, la gracia barata es la negación de la palabra viva de Dios, es la negación de la encarnación del Verbo de Dios. La gracia barata es la justificación del pecado y no del pecador.

Puesto que la gracia lo hace todo por sí sola, las cosas deben quedar como antes. «Todas nuestras obras son vanas». El mundo sigue siendo mundo y nosotros seguimos siendo pecadores «incluso cuando llevamos la vida mejor». Que el cristiano viva, pues, como el mundo, que se asemeje en todo a él y que no procure, bajo pena de caer en la herejía del iluminismo, llevar bajo la gracia una vida diferente de la que se lleva bajo el pecado. Que se guarde de enfurecerse contra la gracia, de burlarse de la gracia inmensa, barata, y de reintroducir la esclavitud a la letra intentando vivir en obediencia a los mandamientos de Jesucristo. El mundo está justificado por gracia; por eso -a causa de la seriedad de esta gracia, para no poner resistencia a esta gracia irreemplazable- el cristiano debe vivir como el resto del mundo.

Le gustaría hacer algo extraordinario; no hacerlo, sino verse obligado a vivir mundanamente, es sin duda para él la renuncia más dolorosa. Sin embargo, tiene que llevar a cabo esta renuncia, negarse a sí mismo, no distinguirse del mundo en su modo de vida. Debe dejar que la gracia sea realmente gracia, a fin de no destruir la fe que tiene el mundo en esta gracia barata. Pero en su mundanidad, en esta renuncia necesaria que debe aceptar por amor al mundo -o mejor, por amor a la gracia- el cristiano debe estar tranquilo y seguro (securus) en la posesión de esta gracia que lo hace todo por sí sola. El cristiano no tiene que seguir a Jesucristo; le basta con consolarse en esta gracia. Esta es la gracia barata como justificación del pecado, pero no del pecador arrepentido, del pecador que abandona su pecado y se convierte; no es el perdón de los pecados el que nos separa del pecado. La gracia barata es la gracia que tenemos por nosotros mismos.

La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de los pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado. La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga.

La gracia cara es el Evangelio que siempre hemos de buscar, son los dones que hemos de pedir, es la puerta a la que se llama. Es cara porque llama al seguimiento, es gracia porque llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia porque justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo -«habéis sido adquiridos a gran precio»- y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros. Es gracia, sobre todo, porque Dios no ha considerado a su Hijo demasiado caro con tal de devolvernos la vida, entregándolo por nosotros. La gracia cara es la encarnación de Dios.

La gracia cara es la gracia como santuario de Dios que hay que proteger del mundo, que no puede ser entregado a los perros; por tanto, es la gracia como palabra viva, palabra de Dios que él mismo pronuncia cuando le agrada. Esta palabra llega a nosotros en la forma de una llamada misericordiosa a seguir a Jesús, se presenta al espíritu angustiado y al corazón abatido como una palabra de perdón. La gracia es cara porque obliga al hombre a someterse al yugo del seguimiento de Jesucristo, pero es una gracia el que Jesús diga: «Mi yugo es suave y mi carga ligera».

Dos veces escuchó Pedro la llamada: «Sígueme». Fue la primera y la última palabra dirigida por Jesús a su discípulo (Mr. 1.17; Jn. 21.22). Toda su vida se encuentra comprendida entre estas dos llamadas. La primera vez, al borde del lago de Genesaret, Pedro, al escuchar el llamamiento de Jesús, había abandonado sus redes, su profesión, y le había seguido confiando en su palabra. La última vez, el resucitado vuelve a encontrar a Pedro al borde del lago de Genesaret, ejerciendo su antigua profesión, y le repite: «Sígueme». Entre ambas se desarrolla toda una vida de seguimiento de Cristo. En el centro se halla la confesión en la que Pedro reconoce a Jesús como el Cristo de Dios. Tres veces, al principio, al fin y en Cesarea de Filipo, Pedro ha oído anunciar la misma cosa: Cristo es su Señor y su Dios. Es la misma gracia de Cristo la que le llama: «Sígueme», y que se revela en su confesión del Hijo de Dios.

Tres veces se ha detenido en el camino de Pedro la gracia, la  única gracia anunciada de tres formas diferentes; así quedaba claro que era la gracia propia de Cristo, y no una gracia que el discípulo se habría atribuido personalmente. Fue la misma gracia de Cristo la que triunfó sobre el discípulo, llevándole a abandonar todo a causa del seguimiento, la que suscitó en él la confesión que debía parecer blasfema al mundo; fue la misma gracia la que llamó  al infiel Pedro a entrar en la comunión definitiva del martirio, perdonándole así todos sus pecados. En la vida de Pedro, la gracia y el seguimiento están indisolublemente ligados. Él había recibido la gracia cara.

Con la extensión del cristianismo y la secularización creciente de la Iglesia, la noción de gracia cara se perdió gradualmente. El mundo estaba cristianizado y la gracia se había convertido en el bien común de un mundo cristiano. Se la podía adquirir muy barata. Y, sin embargo, la Iglesia romana conservó un resto de esta noción primera. Fue de enorme importancia que el monaquismo no se separase de la Iglesia y que la prudencia de la Iglesia soportase al monaquismo. En este lugar, en la periferia de la Iglesia, se mantuvo la idea de que la gracia es cara, de que la gracia implica el seguimiento. Unos hombres, por amor a Cristo, perdían todo lo que tenían e intentaban seguir en la práctica diaria los severos preceptos de Jesús. La vida monacal se convirtió en una protesta viva contra la secularización del cristianismo y el abaratamiento de la gracia.


Pero la Iglesia, soportando esta protesta y no dejándola desarrollarse hasta sus últimas consecuencias, la relativizó; más aún, sacó de ella misma la justificación de su propia vida secularizada; porque ahora la vida monacal se convirtió en la proeza aislada de unos pocos, a la que no podía obligarse a la masa del pueblo de la Iglesia. La funesta limitación de la validez de los preceptos de Jesús para un grupo de hombres especialmente cualificados condujo a distinguir un nivel superior y otro inferior en la obediencia cristiana. Con esto, en todos los ataques posteriores contra la mundanización de la Iglesia, podía indicarse la posibilidad de seguir el camino del monaquismo en el interior de la Iglesia, al Iado del cual estaba perfectamente justificada la eventualidad de otro camino más fácil.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario