sábado, 5 de octubre de 2013

Sed llenos del Espíritu Santo (fragmento) John R.W. Stott

Doquiera uno mira en la iglesia de hoy se ve una evidente necesidad de una obra más profunda del Espíritu Santo.

El viejo concepto de “cristianismo” que ha imperado en Occidente por siglos ya, va feneciendo rápidamente al repudiar más y más gente la fe de sus antepasados. Al intentar una reinterpretación del evangelio para nuestra era contemporánea durante la década del sesenta, los teólogos seculares negaron abiertamente los fundamentos del cristianismo histórico. Y, habiendo perdido en gran parte la fe cristiana, el mundo occidental perdió también la ética cristiana. Ya la sociedad de nuestros tiempos se confiesa pluralista (en cuanto a creencias) y permisiva (en cuanto a lo moral). Aún sobrevive la iglesia como institución, pero la mayoría la considera una reliquia del pasado: una estructura tan fuera de moda como las “supersticiones” a las cuales se aferra. Entretanto, aquí y allá se ven señales de renovación espiritual: focos de vigor renovado en las denominaciones más viejas, en el movimiento de “iglesias caseras” y en organizaciones eclesiásticas paralelas. Pero el cuadro general sigue siendo de una influencia cristiana en constante disminución en una comunidad crecientemente secularizada. Los huesos secos y muertos de la iglesia necesitan el soplo del aliento vivo de Dios.

Es verdad que en algunas partes del mundo la iglesia crece rápidamente. Se nos habló de “una receptividad sin precedentes para con el Señor Jesucristo” en el Congreso Internacional sobre la Evangelización Mundial celebrado en Lausanne, Suiza, en Julio de 1974. Multitudes afluyen a la iglesia, y en ciertas regiones el índice de natalidad cristiano es mayor que el de la población en general. Todo ello nos da gran motivo para regocijarnos. Pero simultánea- mente, esta afluencia al evangelio se ve a veces afectada, como en los días de la iglesia primitiva, por facciones y rivalidades, por falsas enseñanzas y por un emocionalismo superficial.  De manera que aquí también vemos la necesidad de una obra más profunda del Espíritu Santo, ya que él es el autor de la unidad, la verdad y la madurez.

Pero no es solamente cuando miramos a las iglesias más añejas de nuestro mundo occidental o a las iglesias más jóvenes del Tercer Mundo que sentimos la necesidad del Espíritu Santo. Más aún lo sentimos cuando nos miramos a nosotros mismos. ¿Quién de nosotros que dice pertenecer al Señor Jesús, sea cual fuere su inclinación denominacional, no se siente oprimido a veces por sus fracasos en la vida y ministerio cristianos? Estamos conscientes de que nos quedamos cortos en alcanzar “la medida de la plenitud de Cristo”, la experiencia de los primeros cristianos y las promesas claras de Dios en su Palabra. Estamos agradecidos por lo que Dios ha hecho y hace, y lejos esté de nosotros denigrar su gracia, empequeñeciéndola. Pero tenemos hambre y sed de algo más. Ansiamos también un verdadero avivamiento, una visitación totalmente sobrenatural del Espíritu Santo sobre la iglesia, que produzca profundidad a la vez que crecimiento. Y entretanto, anhelamos una experiencia más plena, rica y profunda de Cristo, a través del Espíritu Santo, en nuestras propias vidas.


Principios básicos para nuestro enfoque

Primero, nuestro deseo y deber común como cristianos ha de ser hacer nuestro el pleno propósito de Dios para nosotros. Nada menos que esto le agradará a Dios; y nada menos que esto debiera agradarnos a nosotros. Todos los que decimos seguir a Cristo debemos buscar un entendimiento más claro del propósito de Dios para su pueblo, sentirnos llevados al arrepentimiento por nuestro fracaso en alcanzarlo, y continuar “extendiéndonos a lo que está adelante” ansiosamente, anhelando asirnos firme y plenamente de todo aquello para lo cual fuimos también asidos por Cristo Jesús. 

En segundo lugar, hemos de descubrir este propósito de Dios en las Escrituras. La voluntad de Dios para el pueblo está en la Palabra de Dios. Es aquí donde hemos de aprenderla, y no de la experiencia de grupos o individuos en particular, sin importar cuán ciertas y válidas sean estas experiencias. Ni debemos codiciar para nosotros lo que Dios pueda haber dado a otros ni instar a otros a experimentar lo que Dios nos pueda haber dado, a menos que esté claramente revelado en su Palabra que tal cosa es parte de la herencia prometida a todo su pueblo. Lo que buscamos para nosotros y lo que enseñamos a otros sólo debe provenir de los mandatos de la Escritura. Unicamente estaremos capacitados para evaluar nuestras experiencias, y las de otros, cuando la Palabra de Dios more en nosotros “en abundancia”. La experiencia nunca ha de ser el criterio contra el cual se mide la verdad. De igual manera la verdad debe ser siempre el criterio contra el cual se mide la experiencia.

Tercero, esta revelación del propósito de Dios en las Escrituras debe buscarse primordialmente en sus partes didácticas en vez de en sus partes descriptivas. Precisando, debiéramos buscarlo en las enseñanzas de Jesús y en los sermones y escritos de los apóstoles antes que en las porciones puramente narrativas de Hechos. No siempre está destinado a nosotros lo que describen las Escrituras respecto a las experiencias de otros, pero lo que se nos promete debemos hacerlo nuestro, y lo que se nos manda debemos obedecerlo.

Sería fácil malentender lo que estoy tratando de enfatizar. Lo que no estoy diciendo es que las porciones descriptivas de la Biblia son sin valor, pues “toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil . . . “ (2 Tim. 3:16). Lo que sí afirmo es que lo descriptivo tiene valor sólo en cuanto sea interpretado por lo que es didáctico. Algunas de las narraciones bíblicas que describen acontecimientos se interpretan solas porque incluyen algún comentario explicativo, mientras que otras no se pueden interpretar aisladamente sino que sólo a la luz de enseñanzas doctrinales o éticas dadas en otro pasaje.
Así vemos que Pablo nos dice que las cosas que Israel experimentó en el desierto “les acontecieron como ejemplo” y que “están escritas para amonestarnos a nosotros” (1Co.10:11; comp.Ro.15:4), refiriéndose a varios episodios en que cayó sobre ellos el juicio de Dios. Estos, pues, son los pasajes narrativos provechosos para la enseñanza. Pero su valor no estriba tanto en la descripción como en la explicación. Nos dice que debemos evitar la idolatría, inmoralidad, soberbia y murmuración porque estas son cosas penosamente ofensivas para Dios. ¿Cómo lo sabemos? Porque el juicio de Dios les alcanzó, cosa que indica Moisés claramente en el relato y que él y los profetas enseñan en otros pasajes. Pero no podemos deducir de estos relatos que si pecamos de la misma manera en es- tos tiempos, también moriremos de alguna plaga o mordedura de serpiente. Pasando al Nuevo Testamento, podemos aprender en forma similar de la historia de Ananías y Safira en Hechos 5 que la mentira es muy desagradable a Dios, pues lo dice Pedro. Pero no podemos de allí sacar la conclusión de que todos los mentirosos han de caer muertos como ellos.

He aquí otro ejemplo. En dos párrafos separados de Hechos, Lucas nos dice que los primeros cristianos en Jerusalén vendieron gran parte de sus posesiones, tenían lo demás en común, y distribuían bienes y dinero “según la necesidad de cada uno” (2:44,45; 4:32-37). ¿Podemos deducir de esto que establecieron una pauta que todos los cristianos deben seguir, y que al cristiano le es prohibido poseer propiedades? Algunos han sacado esta  conclusión. Sin duda debiéramos seguir el ejemplo de generosidad  y cuidado mutuo de aquellos primeros cristianos, pues el Nuevo Testamento nos manda repetidas veces que nos amemos y sirvamos  unos a otros y que seamos generosos (hasta el punto de sacrificarnos) en nuestro dar. Pero argumentar que toda propiedad privada debe ser abolida entre cristianos, partiendo del ejemplo de aquella práctica de la iglesia primitiva en Jerusalén, es algo que no puede sostenerse en base a las Escrituras y, más aún, que está en contradicción con lo que dice el apóstol Pedro en el mismo contexto (Hch. 5:4) y el apóstol Pablo en otros pasajes (V. 1T. 6:17). Este ejemplo debiera alertarnos. Debemos derivar nuestras normas de creencia y conducta de las enseñanzas del Nuevo Testamento, doquiera sean dadas, antes que de estas prácticas y experiencias que se describan en las partes narrativas.

En cuarto lugar, el móvil que nos impele a conocer el propósito de Dios tal cual lo enseñan las Escrituras es práctico y personal, y no puramente académico o controversial. Somos hermanos y hermanas en la familia de Dios. Nos amamos unos a otros. Nos preocupa conocer la voluntad de Dios a fin de hacerlo nuestro y encomendarlo también a otros. No nos mueve el deseo de anotarnos tantos a favor en un partido teológico.


Expresados ya estos cuatro sencillos puntos que guiarán nuestra forma de enfocar el tema, estamos listos para considerar por turno, de lo que dice la Escritura y en relación con lo que se debate en estos tiempos, qué se quiere significar por “la promesa del Espíritu” (y si tal expresión es equivalente al “bautismo” del Espíritu), la plenitud del Espíritu, el fruto del Espíritu y los dones del Espíritu.

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